El viaje infinito, de José Luis Muñoz
JOSÉ VACCARO RUÍZ
Comenzaré la reseña de “El viaje infinito” con tres precisiones:
Leer a José Luis Muñoz es leer a un clásico de la novela negra española. Diría que junto a Juan Madrid y Andreu Martín son los actuales maestros de ese género en nuestro país.
Su dominio técnico de la escritura, el oficio, para entendernos, es indudable, y lo ha demostrado en temáticas, además de la negra y criminal, tan diversas como el erotismo, la novela histórica, de viajes, y en sus antologías de relatos.
José Luis Muñoz, además de haber publicado 50 libros es un hombre comprometido con la difusión de la cultura, ahí está para demostrarlo el Festival de Bossost del cual es promotor y comisario, punto de encuentro anual de lo más granado de las letras de habla hispana. Sin olvidar las colecciones “La Orilla Negra” y “Sed de Mal” de las que es director.
Con tales antecedentes diré alto y fuerte que “El viaje infinito”, sin perjuicio y al margen de la amistad que me une con él, es de lo mejor que he leído. Y he leído mucho.
Las razones de esa afirmación son varias.
En “El Viaje Infinito” José Luis Muñoz ha volcado su experiencia vital, su conocimiento profundo y personal de las pasiones, los sentimientos y los intereses que mueven el mundo. El libro, todo él, es un itinerario que se adentra en sus propias vivencias, en sí mismo —la novela está narrada en primera persona—, para, con unos escenarios cambiantes y que se van sucediendo uno tras otro, desarrollar una trama de gran profundidad psicológica en permanente contraste y manifestación con el vacío y el hedonismo que encierra una superficialidad donde la riqueza y el placer tienen su asiento.
No solamente es una obra de madurez, sino que es la obra de la madurez, encarnada en un protagonista, Roberto Luis Wilcox, cuya vida seguimos desde la infancia hasta la muerte. Del triunfo al fracaso, de la egolatría, la autocomplacencia y la soberbia con el cinismo como inseparable compañero de viaje, a la miseria, el pesimismo y la negatividad que comportan la decepción y el desencanto. Pasando por todos los estados intermedios.
Capítulo a capítulo, palabra a palabra, José Luis Muñoz nos toma de la mano para llevarnos por un recorrido en principio iniciático, pero detrás del cual no hay un comienzo, sino un final. Un viaje, una andadura que a pesar de las paradas intermedias, de estaciones henchidas de hoteles, escenarios de lujo y paisajes elíseos, oasis de triunfos y placeres, cada una superando a la anterior, es el anuncio de una catarsis que inefablemente conducirá a la nada.
El contraste de dos mundos, en la novela tramoyísticamente opuestos, el Oriental y el Occidental, juega también un papel con sus matices de falsa realidad por parte del primero. La presencia en la sombra de Robert Louis Stevenson refleja a la perfección ese espejismo y quimera de virginidad y pureza de lo oriental que la propia novela va desnudando poco a poco, substituida por el dominio y la sumisión que hay detrás del dinero, la universal y verdadera fuente de poder y dominio por encima de las coloreadas postales, los chef de cuisine y los chateaux relais de muchas estrellas.
El referente, la raíz de “El viaje infinito” —fijémonos que entre las palabras viaje e infinito no hay ninguna acotación ni supremacía: las dos se unen reforzadas por el artículo que las precede para indicar que son una única y sola cosa, dando lugar a una realidad, a una categoría distinta y superior a la que tiene o podría tener cada palabra por separado—, está en la búsqueda de la felicidad. Una felicidad que, nos dice la novela, siempre es contingente y circunstancial, con lo que eso contiene de apariencia y falsedad.
Al final, de vuelta de todo y de todos, al igual que Charles Foster Kane, el protagonista de “Ciudadano Kane” de Orson Welles, cuando en el lecho de muerte musita aquella palabra, “Rosebud”, como su último deseo para significar que el balance final de su opulenta existencia es una vuelta a sus orígenes, un regreso imposible a la felicidad y la inocencia perdidas de la niñez, Roberto Luis Wilcox —transfigurado en José Luis Muñoz—, en el párrafo que cierra “El viaje infinito”, y también en la antesala de la muerte, evoca como única compañía, como último recuerdo, la suave caricia de una mujer, Inés, de una noche y un lugar, Granada, que en ese instante postrero, el definitivo, el del adiós, quizá, sino lo puro, lo soñado, lo perfecto, porque alcanzarlo es una utopía, sí fue el instante de su vida en que lo tuvo más cerca.
No puedo acabar sin mencionar el acierto en el diseño de la portada del libro. Sobre un entramado de troncos inestable e inseguro, dos hombres, un viejo y un joven, parecen perorar señalando al sol que desaparece por el horizonte, la noche cada vez más próxima.