La Semana Negra se reinventa
Esperábamos con ansiedad que llegara la Semana Negra. Del 3 al 11 de julio. Si no se celebra es que el mundo se acaba. O no. Siempre me decía que el día que se cerraran los bares, el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina, y hemos estado cien días con los bares cerrados, encarcelados entre paredes y teniendo la llave de nuestras celdas, viviendo en primera persona esta distopía que nos parecía una prueba de cómo dominar la sociedad a través de un bichejo microscópico. Si nosotros, bichejos microscópicos, provocamos un daño incalculable al cuerpo Tierra, tiene poco sentido quejarse de que otro virus nos invada y drene el planeta de excedente humano.
Ángel de la Calle, y todo el equipo de la Semana Negra, ha torcido la muñeca al Covid, pero sin bajar la guardia en ningún momento. No hubo tren negro, porque cada uno cogió el suyo, pero ahí estaba Miguel, como cada año, y la fanfarria tocando Asturias Patria querida, La estaca y el Himno de Riego. Noventa autores frente a los habituales 400 que llenaban con sus charlas las carpas de la Semana Negra. Un máximo de 40 asistentes a las presentaciones frente a los habituales trescientos. Mascarillas y geles hidroalcohólicos en vez de copazos de whisky como el que se tomaba Jorge Semprún en la que iba a ser su última Semana Negra. Autores firmando sus libros tras pantallas transparentes. Literatos negros disfrazados de forajidos. Pocas librerías y ninguna pulpería. Por la pandemia, la Semana Negra es más cultural y menos popular. Pero se hace. Se sigue haciendo en estos momentos en los que escribo estas líneas con un público embozado del que los ponentes de las mesas solo ven sus ojos y por ellos descifran si les ha gustado o aburrido la charla.
La Semana Negra siempre fue un encuentro de amigos. Esta vez nos guardamos las distancias. No hubo besos, abrazos, ni siquiera cruzar de manos. Con Juan Bolea me codeé, literalmente. Con Paco Gómez Escribano, que venía como bardo negro con Versografía maldita, me tomé unas cuantas cervezas y compartí risas a metro y medio y a mayor gloria de un colega ausente. A Antonio Mercero hijo no le reconocí hasta que no se bajó la mascarilla y lo vi acompañando a Susana Martín Gijón que llegó a Gijón, valga la redundancia, de la mano de su exitosa Progenie.
Allí estábamos, en función de espías, tomando nota de lo bien que lo estaban haciendo los colegas de Gijón, comisarios de BCNegra, Getafe Negro, Black Mountain Bossòst, FAN, Panamá Negro, Mayo Negro… Todos salimos de ese útero astur mexicano al que faltaba Paco Ignacio Taibo II y su Coca-Cola metida en envase de Pepsi. La Semana Negra daba el pistoletazo de salida a otros festivales hermanos. Sí se podía, como podía comprobar Juan Carlos Monedero, otro de los presentes.
La pandemia afectaba a los escritores, nos había llenado de tristeza por algunas pérdidas, pero quedaban sus libros y el recuerdo de sus charlas. Algunos no estaban. El maldito bicho se cebó con Luis Sepúlveda, un habitual del evento. Hablamos de cómo este virus microscópico iba a afectar a la sociedad. El coronavirus era un siniestro asesino invisible que quizá genere una racha de novelas. Lorenzo Silva, con El mal de Corcira bajo el brazo, relativizó el drama. La humanidad había sobrevivido a una enorme cantidad de epidemias a lo largo de la historia, y algunas más mortíferas que anotaban en su debe millones de víctimas. Ya nos tocaba sufrir una, por desgracia, a los que nos habíamos librado de dos guerras mundiales y no creíamos a salvo de todo en nuestro aséptico primer mundo. El virus nos hace ver nuestra fragilidad por si no nos habíamos dado cuenta de que estamos vivos de milagro. Para Juan Bolea se le acaba su mundo, es pesimista, pero todos lo animamos a seguir con sus novelas entreveradas de humor, Sangre de liebre la última de ellas, y esos dos festivales que organiza. Marta Robles sufrió el virus en sus propias carnes, pero ello no le ha impedido venir a Gijón con su denuncia de la prostitución nigeriana en La chica a la que no supiste amar. Carlos Zanón, responsable de resucitar a Carvalho en Problemas de identidad, mataba por sociabilizar más allá de su familia. Mi encierro había sido entre montañas, soñando paseos y viajes pasados.
Eché de menos esas charlas en la terraza del Don Manuel en las que se arreglaba el mundo entre copas, hasta que salía el sol, con acento cubano, argentino, uruguayo, chileno y mexicano. Faltaban los transoceánicos a los que podía ver vía plasma. Las sustituí, las charlas, por la terraza del Parchís, al lado del Instituto Jovellanos, la carpa de piedra de la Semana Negra de Gijón, charlando con mi amigo poeta tímido Jose Iñarrea, astur con ocho apellidos vascos, y Marijosé Menéndez, un encanto de persona que da tapitas a las gaviotas y ha adoptado una como animal de compañía. La literatura consigue eso: ampliar el círculo de amigos. Escribo para que me quieran, decía Juan Madrid sin sonrojo. Yo, como Rosa Montero, lo hago para esquivar la muerte. Eché de menos la fabada y el arroz con leche de Meli Suárez, y el abrazo de oso de Jose Cabolugo, pero así iré con más ganas a la próxima edición de la Semana Negra si todavía puedo seguir viajando, porque me he dado cuenta de mi fragilidad durante este larguísimo encierro.
Mariano Sánchez Soler habló de la fortuna de los Franco, surfeando entre querellas de la odiosa familia, y yo le decía a Carlos Zanón, y a los cuarenta asistentes enmascarados, lo que era ese El viaje infinito, libro 50, la excusa para estar una vez más en la Semana Negra de Gijón, mi viaje por la vida en la que esa entrañable ciudad bañada por el Cantábrico, a veces azotada, es parada obligatoria desde hace más de treinta años. Con Ignacio del Valle viajé, también, pero al pasado, a los tiempos de la llamada conquista y descubrimiento; él tiene muchos números para hacerse con el premio Espartaco con su Coronado, su espléndida novela sobre la gesta de ese conquistador que tiene hotel en San Diego porque llegó a California, y yo de El centro del mundo sobre otra gesta, la de Hernán Cortés, de la que se cumplen quinientos años este 2020 y saldrá, si el Covid 19 no lo impide, este septiembre.
De regreso, cambiando los verdes prados astures por los araneses, visiono un largo video y me veo con pelambrera negra y sin arrugas descender de un tren negro allá por 1998, y a Juan Madrid, Andreu Martín, David Hall, Juan Sasturain, Ángel de la Calle, Fernando Martínez Laínez, Julián Ibáñez, Jordi Sierra i Fabra, Pedro Casals, sin canas, y otros que se bajaron del tren de la vida como Daniel Chavarrías, Yulián Semionov, Donald Westlake, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Cueto o Silverio Cañada.
Aquí, en la Semana Negra, abrí los ojos yo, como escritor, y edición tras edición he ido madurando, hasta envejeciendo, seguramente muriendo, pero siempre viviendo con intensidad este viaje que es la vida.