La Torre de los Siete Jorobados. Edgar Neville. 1944

 

 

La Torre de los siete jorobados (Edgar Neville. 1944) es toda una rareza dentro del cine español de los cuarenta. Un cine aquejado de precariedad, esclavizado por el régimen franquista, con querencia de folklore, profusión de zarzuelas y con el inevitable adoctrinamiento de ese cine pseudohistórico que propugnaba el nacionalcatolicismo.

La tijera de la censura sobrevuela y los cineastas adscritos al Régimen gozan de privilegios y facilidades a la hora de realizar sus producciones. Neville jugaba en otra liga completamente distinta. Fogueado por su trato con las estrellas de Hollywood, durante su periodo como diplomático, fraguó un estilo personal frente a la propuesta acartonada y rancia de su época. No olvidemos como la sombra de Lubitsch planea sobre esa obra maestra que es La vida en un hilo (1945)

Edgar Neville supo transmitir  con certeza esa tradición del Madrid castizo, dotando a sus películas de un sabor ecléctico, mezcolanza de géneros, influencias y diversas artes que lo han convertido en un director de culto. La película es una adaptación de la novela de Emilio Carrere (1924), con vocación entre el folletín y el fascículo. Neville nos muestra un Madrid habitado de señoritos, violeteras y chulos para desarrollar un sainete fantástico con estética expresionista. La imaginación del director nos conduce por esa ciudad fantástica, gótica con una gruta subterránea donde habitan los jorobados. Estamos ante la primera película del fantástico patrio, que juega con una primera parte donde los motivos son cómicos, prima lo detectivesco y  lo fantástico. En la segunda jornada prima el terror gótico con tintes de thriller adquiriendo matices oscuros. Las calles de Madrid nunca han vuelto a ser filmadas con ese aire misterioso, con esa neblina surrealista. Con jorobados tocando el violín en callejones siniestros.

Ante los ojos del espectador desfila la Bella Medusa, con sus canciones castizas en un garito, sombreros de copa, porteros de edificio, cotillas y chismosos, la ruleta que promete seguridad, la madre-carabina o el espectro de Napoleón.

Hay un exceso de subrayados, deudores de la época, un montaje levemente desastrado y algún fallo en la fotografía, pero el film posee un encanto irrepetible que lo ha elevado a los altares de culto hispano. Neville juega con diversas influencias, filmando escenarios kafkianos, escaleras hacia las profundidades, o mostrando el ambiente de barrio más castizo en los paseos del protagonista. Las fuentes visuales navegan desde el Drácula (Tod Browning. 1931) a la morbosidad de Freaks (Tod Browning. 1932), pasando por el fantástico alemán, hasta conseguir casi un nuevo género: el expresionismo castizo.

Este faro fílmico consiguió destacar entre toda la pompa y circunstancia que rodeaban al cine patrio de la época, bordeando el esperpento y con toques de humor negro y una lectura sobre Madrid (y sobre la sociedad en general) que no excluye la crítica social a  la burguesía y a las clases populares, la doble moral y la cursilería. Todo esto bajo el disfraz de novela pulp y la impagable presencia de personajes excéntricos.

Este fantasioso Madrid de finales del XIX destila el encanto kitsch del folletín romántico decimonónico, con los aderezos (claramente nevillianos) de ese humor festivo, absurdo e ingenuo que caracteriza su obra. Para el cine español esta es una rara avis, un filme adelantado a su tiempo, al que Neville le suavizó las referencias esotéricas del original para dotarlo de folklore y sentimentalismo. Inmensa aportación al imaginario matritense decimonónico, con sus toques de sainete misturados con la influencia expresionista. Ese claroscuro, cortesía de Enrique Ballester y el caligaresco decorado, perfilan una ciudad fantasmagórica. Un Madrid irrepetible y ensoñador. Un Madrid señero y personalísimo.

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