Vida oculta, de Terrence Malick
A Terrence Malick (Ottawa, 1943) le está ocurriendo lo que le pasaba a David Lynch, con lo apartado que está el cine del uno y el otro, que sus propios presupuestos estéticos inamovibles le llevan a un callejón sin salida. Lynch, tras Empire Island, remontó con la soberbia segunda temporada de Twin Peaks, pura creatividad. Malick se hunde en su propia ciénaga de esteticismo.
Del personalísimo y ultra religioso director radicado en Waco, Texas, director misterioso que no concede entrevistas y cuya vida privada es un misterio, un Salinger del séptimo arte, me quedo con su primera época, la de Malas tierras y Días de gloria, ambas de la década de los 70, y su resurrección apoteósica tras veinte años de silencio con La delgada línea roja, una obra maestra total, una experiencia irrepetible al introducir la poesía en el acto más bárbaro del hombre, la guerra, y salir más que airoso del desafío. La delgada línea roja es, junto a Apocalipse now, La chaqueta metálica y Senderos de gloria, una de las mejores películas bélicas de la historia del cine. Malick, después de muchos años de inactividad (era el Víctor Erice del cine yanqui) entró en un proceso de fiebre creadora y empalmó prácticamente un rodaje con otro con films más que aceptables como El nuevo mundo y, sobre todo, El árbol de la vida, y otros sencillamente irrelevantes que pasaron sin pena ni gloria.
En Vida oculta, la dramática historia del campesino austriaco Franz Jàgerstátter (August Diehl), un objetor de conciencia que se niega a servir en las filas del III Reich y por ello es condenado a muerte, se convierte en un film alargado hasta la saciedad de tres horas, sin ritmo ni tensión, que aburre al espectador con su baile de bellas imágenes y el recurso ilimitado de la voz en off. Una y otra vez el director de Malas tierras insiste en el bucolismo de postal de la vida en el agro, con una sobrecarga de imágenes sobre las bellezas naturales de ese enclave austriaco en donde se ha rodado el film y dilemas morales que comparte el campesino con su sacerdote en un blucle infinito. El drama sórdido de ese hombre de sólidos principios que se niega a jurar fidelidad a Adolf Hitler (¡cuántas guerras se evitarían con la fuerza masiva del no!) queda diluido en un formalismo enfermizo y tampoco ayuda mucho el papel de los actores, la gélida Valerie Pachner en el papel de Franzika, esposa del protagonista, y Maria Simon como su cuñada Resie, para que el espectador empatice con lo que se nos cuenta por su incapacidad para transmitir.
Convierte Terrence Malick esta hagiografía sobre un mártir de conciencia en un sucedáneo de film religioso adecuado para Semana Santa y bien podría intercambiarse la peripecia de Franz Jàgerstátter, dispuesto al sacrificio, con la de Jesús de Nazareth. Vida oculta es un film al que le sobra la mitad de su metraje, o más, y que nos ofrece la última interpretación de Bruno Ganz en el papel del juez militar Lueben, quizá lo más relevante.