Tennessee, de Luis Gusmán
Empieza la novela con una cita de William Faulkner: El Mississippi comienza en el vestíbulo de un hotel de Memphis, Tennessee. De ahí arranca la historia, del nombre de una ciudad que lo es también de un libro de uno de los grandes vivos de la literatura argentina que editó lustros atrás Navona en España y lo hace ahora Contrabando.
Lo sustantivo frente al adjetivo. Si antes, cuando empecé a escribir, me gustaba la ampulosidad en la literatura, ahora, que ya estoy en la madurez, disfruto de los textos desnudos de adjetivos y repletos de sustantivos, los de un Thomas Bernard o un Alfons Cervera, por poner a un autor extranjero y a uno nacional que huyen de los adjetivos, y por el fraseado corto como el de Luis Gusmán. Hay una expresión de Juan Marsé que define esa sobreadjetivación: literatura de sonajero. Esto viene a cuento de este pequeño libro del excelente escritor argentino Luis Gusmán (Buenos Aires, 1944), de quien previamente había leído Villa, novelas muy distintas ambas, tanto por temática como por extensión. Pero en el caso de esa breve novela titulada Tennessee y que la editorial valenciana Contrabando ha editado en España con una muy atractiva portada (un forzudo de los años 20 levantando los brazos sobre fondo amarillo limón) lo de que menos es más cobra una inusitada relevancia.
Luis Guzmán (Buenos Aires, 1944) es narrador y ensayista. Ha publicado y codirigido las míticas revistas Literal, Sitio y Conjetural. En su faceta de narrador destacan entre otros El fresquito (1973), libro de ruptura con relación a la literatura más realista y lúdica de su tiempo, icono literario por el que todos le preguntan y ya le cansan; Brillos (1975), En el corazón de junio (1983), La rueda de Virgilio (1989), Villa (1996), Hotel Edén, El peletero (2007) y Hasta que te conocí (2015). Entre sus libros de ensayo desatacan La ficción calculada 1 y 2 (1998/2015), Kafkas (2014), Bhartes, un sujeto incierto (2015), Epitafios (2018) y La valija de Frankenstein (2018). En 2014 fue distinguido con el Premio Konex de Platino.
Villa era una novela sobre un oscuro funcionario obediente que asiste, impávido, a ese ensayo de Isabel Estela Martínez de Perón, con López Rega el Brujo a la cabeza, de lo que luego sería la sanguinaria dictadura argentina. Tennessee gira alrededor de la amistad entre dos forzudos, el polaco Walenski y el yanqui Smith, dos levantadores de pesas (pesistas) con un pasado glorioso (las olimpiadas de Tennesse), que les llevó a luchas de pressing catch y a ser dobles de acción en películas (Hasta una vez, se puso muy violento cuando tuvo que hacer de doble de riesgo en una película americana), y un presente desolador. Novela negra por ambientes y por personajes: los dos amigos nacieron para ser perdedores.
El elemento femenino, como todo noir que se precie, es perturbador. Carmen, la femme fatale, una mujer que ejerce la prostitución, que comparten los pesistas, hace creer a ambos que Telma, la hija que tuvo y entregó al siniestro Salerno, fue de ellos: Él nunca había pensado en ser padre punto cuando se encontró con ella, miro la panza de Carmen como una cosa que le era ajena. Pero Carmen maneja las riendas de los dos hombres y mantiene el equívoco: ¿Te parece que Telma se sorprendería mucho si se enterarse de que en lugar de ser hija de los Salerno es la hija de un pesimista y de una putita de Pehuajó?
Salerno es el personaje siniestro de la función. Smith se convierte en su matón: La ropa eran los trajes que Salerno le había regalado y Smith, más que un pesista, parecía un vendedor de seguros. Carmen seguía con los mismos pensamientos: hay algo que no encaja. La ropa del jefe lo domestica, lo hace servil a Smith. Luis Gusmán juega con los equívocos, hasta con la muerte de Salerno, que no aclara porque el libro es un compendio de sutilezas elípticas: Acaudalado hombre de negocios es hallado sin vida en la platea del Cine Select. ¿Quién lo asesinó, si es que fue asesinado, y por qué?
Tennessee, como novela negra de perdedores, recorre ambientes cutres y sórdidos de gimnasios, clubes de billar como El Regatas en el que Walenski se siente a sus anchas, o El Florida, en el barrio japonés, en donde Smith se gana la vida echando pulsos. Por lo que pudiera pasar, Walenski había decidido llevar a Smith al Regatas, prefería estar en su terreno, ahí conocía cada rincón, cada baldosa que pisaba, cada lugar donde esconderse o hacer desaparecer a alguien. Sin testigos, porque, a la hora de hablar, Fito y el ucraniano eran mudos.
Lo somero domina en las descripciones de los escenarios urbanos. Atrás y van quedando las fábricas abandonadas que parecían esqueletos brillando de forma extraña. El calor levantaba el alquitrán del asfalto y se podían ver marcas de neumáticos cuyas huellas van haciendo un camino negro. La novela es una elegía a los reencuentros de esos dos amigos que se pierden: No sé, por un tiempo dormía en un carrito de choripán que puso en el terreno pelado, pero cuando llovía se jodía. Después se lo tragó la noche. Pese a sus desavenencias y a la rivalidad entre esos dos forzudos, Walenski admira a Smith y por esa razón sigue su rastro hasta encontrarlo en una residencia de ancianos: Para Walenski, volver a ver a Smith no era nada sencillo. Como siempre, lo embargaba la emoción, le temblaban las piernas, le palpitaba el corazón y se acordaba del soplo.
Smith es una ruina. Hoy no es nadie. Fue un pesista importante, campeón olímpico medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Tennessee. Después, exhibiciones, catch, doble de acción, alguna vez hizo de guardaespaldas. Lo que hacemos todos los pesistas retirados. Walenski le va a la zaga. Esos dos personajes, como se señala en la contraportada, bien podrían ser Quijote y Sancho o Bouvard y Pécuchet.
Luis Gusmán, a quien tuve el gusto de leer y, hace unos días, conocer en persona, estuvo hablando en su presentación del libro en una librería de Barcelona llamada Lata Peinada (en homenaje a una novela de Ricardo Zelarayán) sobre su obsesión podadora. En esa presentación yo dije que realmente Tennesse podía perfectamente tener 400 páginas sin que ninguna de ellas cayera, que una de las cosas que más me habían llamado la atención de esa novela tan espléndida como corta que no llegaba a las 140 páginas, era su concisión, el fraseado breve, su lenguaje destilado, la huida constante del adjetivo para centrarse en lo sustantivo. Confirmó Manuel Turuégano, que tiene esa magnífica editorial llamada Contrabando y la dirige con valentía, que la anterior edición argentina de Tennessee tenía cuarenta páginas más que esta española que habían caído por la obsesión con la tijera del autor de Villa. Me llamó mucho la atención, porque no es habitual, que un autor vuelva sobre un libro ya publicado (yo sencillamente lo olvido, ya no es mío, no me atrevo a actuar sobre él porque seguramente lo cambiaría de principio a fin), pero Luis Gusmán en eso es obsesivo y vuelve una y otra vez sobre lo que ya ha publicado para hacer una destilación de su propio texto y jibarizarlo. ¿Tennessee acabará siendo un relato largo en su próxima poda edición?
El tono crepuscular, presente en todo el relato desde la página 1, es lo más sustantivo de esta novela y brilla hacia su final: Cuando llegaron al Roosevelt, el hospital parecía un hotel de lujo, con sus extensos parques poblados de robles. Walenski caminaba sobre las hojas caídas y mirando los árboles se preguntó si usarían la misma madera para hacer los féretros.
Luis Gusmán cierra ese bucle modélico sobre los amigos reencontrados, una relación en la que la ternura prevalece sobre las pendencias del pasado. El estupor y va a venir así, de golpe, en Tennessee, donde una vez fue campeón olímpico. Walenski se dijo: en Smith no se puede confiar nunca Y es que para Luis Gusmán, formidable narrador, la muerte era solo un dulce estupor. Y la muerte, la decadencia y la pérdida, más la amistad, son los ejes sobre los que pivota esta pieza de orfebrería llamada Tennessee.