PUEBLA DE SANABRIA, Zamora

(Extracto del libro    ZAMORA, UN VIAJE SENTIMENTAL)

Puebla de Sanabria se levanta sobre un promontorio rocoso de fácil defensa. Esta estratégica situación facilitó desde antiguo que fuera plaza aforada y amurallada y tuviera un protagonismo más que notable, lo que generó un rico patrimonio monumental y arquitectónico. Por su proximidad a Galicia, es también tierra supersticiosa y amiga de leyendas e historias fantásticas (la del lago es la más conocida), y no faltan los conjuros, las meigas y el mal de ojo. A los de Puebla los llaman merujeros en alusión a la meruja, una planta que crece y se desarrolla únicamente en manantiales de agua fresca y saludable desde enero a abril. Una planta que antaño recogían los pobres y hoy en día se rifan en restaurantes de varios tenedores para presentar ensaladas novedosas y con sabores diferentes.

Desde lejos, la fortaleza o castillo de los condes de Benavente, en el mismo borde de la escarpadura, tiene el empaque de lo inexpugnable. Aires de grandeza, torreones en sillería de granito sacando pecho y colocados en un lugar de privilegio. Planta cuadrada con la torre del homenaje –la Torre del Macho- en el centro, destacando sobre todo el edificio. En lo que fue la Casa del Gobernador, está el Centro de visitantes y la oficina municipal de turismo. Unos cincuenta mil cada año. Lo que da idea del peso del turismo en la economía de Sanabria.                 

Camina uno por el patio, ahora sin condes a la vista, pero contemplando las diferentes exposiciones que nos muestran la riqueza paisajística, etnográfica e histórica de la comarca. El castillo también acoge la casa de Cultura y la biblioteca. Subir hasta las almenas permite una panorámica de los alrededores de la población y del río Tera, ahora manso, lamiendo el precipicio. Una línea azul con el adorno amarillo de algunos chopos.

En la famosa leyenda del lago que hundió el pueblo cercano de Ribadelago –muchos años después, hecha realidad, por desgracia, al reventar una presa- se salvaron dos buenas personas que se subieron a un pelouro o barca de piedra. Pese a su naturaleza, flotó y navegó hasta detenerse en este lugar, sobre el promontorio donde está construida la ciudad de Puebla y a las puertas del castillo. Un milagro es un milagro.

Tómense un respiro para comer en cualquiera de los restaurantes. Elogian la trucha asalmonada que pescan en el lago y cantan las sirenas cuando hablan del pulpo. La tierra de fronteras, porosa, sin problemas para aceptar lo que traigan de bueno. Pulpo a la Sanabresa, con alguna variante del gallego a feira, pero igualmente delicioso. Los aficionados a la micología, apuesten por un plato de cucurriles o parasoles, no se arrepentirán. Si van en época invernal o cuadra un día fresco, unos habones de la tierra cultivados en altura y un chuletón de Sanabria, que en cuanto ponen el plato sobre la mesa, las manos arrancan solas a aplaudir. Una apuesta ganadora, se lo  aseguro. La carne, garantizada en cuanto a producto natural. Lo del sabor se da por supuesto.

          

En la Plaza Mayor se concentran los edificios más relevantes. El ayuntamiento, de granito, es un edificio sobrio y austero, dos plantas porticadas con elegantes torreones a los lados. La iglesia, a caballo de los siglos XII y XIII, impresiona a pesar de las modificaciones que ha sufrido. En la puerta occidental, la que da a la plaza, destacan las estatuas que se abrazan a la piedra de las columnas. Para dejar la vista en ella durante un buen rato. Las visitas a la iglesia, durante el fin de semana.

Más allá de la monumentalidad de estos edificios importa, y mucho, la arquitectura tradicional. Si Puebla de Sanabria aparece catalogado como uno de los pueblos más bonitos de España es por algo, y el hecho de haber resultado ganadora del último concurso de Ferrero Rocher como ciudad mejor iluminada para la Navidad lo deja más patente aún. Ese algo hay que descubrirlo y para ello, perderse por las calles y recorrerlas despacio, sentarse en una piedra, saborear tanta coquetería y tanto arte. Las fachadas, construidas en sillarejo, recortan las portadas adinteladas con sillares bien escuadrados, de granito. Puertas de madera, labradas; muchas, antiguas y con aldabas de forja. Sobre ellas, las balconadas apoyadas en grandes arietes de piedra. Los tejados lucen el uniforme de la pizarra, tan común en la zona. El suelo, de loseta plana, hace el paseo más agradable. Que en esta ciudad hubo mucha gente de posibles lo evidencias las fachadas de las viviendas blasonadas, la iglesia, el castillo. No hay más que subir por la calle Costanilla. Saliendo a su derecha por un pequeño callejón se llega al paseo de la muralla y el baluarte de los portugueses que remata en una garita de vigilancia. Así es como la conocen en Puebla, la garita. Sube a ella y, como dice el cartel, “no pienses, respira, contempla y marca este punto de encuentro en tu viaje”. No puede uno por menos de ponerse un tanto meloso ante esta panorámica que suspende el ánimo y se extiende como un manto de colores que solo pueden tejer los sueños.

               

Hay una estela de saludo al peregrino –recuerda que estamos en el Camino Sanabrés que entra por el sur de Galicia hacia Compostela- que nos sirve a modo de resumen para definir Sanabria: “Todas las olas de la historia han dejado aquí su paso. Los celtas, el nombre; los suevos, la primera organización; el monacato y los mozárabes, su huella, y los condes, su empaque”.

He de regresar. Quisiera despedir esta tierra con una imagen difícil de olvidar, pero es imposible. Sanabria me ha ofrecido muchas y elegir una sola sería un agravio para las demás. Acodado en la muralla, al atardecer, los últimos rayos de sol incendian la carballeda con un fulgor que no se resiste. Desde allí contemplo el amarillo intenso de las hojas sobre un fondo de tormenta para paralizar una estatua. Así lo veo, así lo siento. ¿No es el asombro una de las cualidades del viajero? Es posible que a Sanabria no le hayan concedido minas en el subsuelo, huertas fértiles en el valle o industrias en las calles, pero le han brindado un paisaje. Y de él también se vive. Habrá quien piense que estas imágenes son de un efectismo fácil, que caen en romanticismos trasnochados, que sobran. Es posible, pero en este momento, conmueven. Quizá porque todos llevamos dentro un paisaje y, aunque no lo supiera, este sea el mío y haya tenido que caer hoy por aquí, en el día bueno, en el día más apropiado para despertarlo y hacerlo visible.

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