1917, de Sam Mendes
No es bueno ir a ver una película con demasiadas expectativas. Ante el último film del británico Sam Mendes (Reading, 1965), el realizador de la envejecida American beauty, Oscar a la mejor película en 1998, y la notable Revolutionary Road con Leonardo di Caprio y Kate Winslet, todas los inputs eran buenos: críticos rendidos ante su virtuosismo cinematográfico, nominaciones a los Globo de Oro y los Oscar y una astuta publicidad que vende al espectador la experiencia de estar dos horas metido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Nada de lo esperado se cumple, desde mi punto de vista, porque la película, formalmente irreprochable, falla en cuanto a la transmisión de emociones, deja absolutamente frío al espectador. Al margen de esa premisa, no del todo cierta, de que el film de Sam Mendes se ha rodado en un solo, y falso, plano secuencia de más de dos horas que obliga al espectador a caminar por las trincheras, correr a campo abierto, pisar cadáveres, esquivar balas o ahogarse, entre otras peripecias, la película se resiente al no conseguir establecer la más mínima empatía hacia lo que sucede en pantalla y defrauda al no conseguir meter al espectador en el infierno prometido.
Pesan sobre las espaldas del film de Sam Mendes demasiadas obras maestras del cine bélico cuyos destellos el espectador percibe como un déjà vu en las imágenes de 1917. Dos soldados británicos, los cabos Blake (Dean Charles-Chapman) y Schofield (George MacKay) reciben el encargo suicida por parte del general Erinmore (Colin Firth) de entregar un despacho al coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) para que aborte un ataque que será letal para sus tropas, y para llevarlo a cabo (el hermano de Blake forma parte de esa unidad a la que se pretende salvar) esos dos soldados deben cruzar la tierra de nadie y salvar las trincheras, alambradas y trampas que el ejército alemán ha dejado en su retirada antes de que sea demasiado tarde y se consume la masacre.
1917 es como un descenso a los infiernos por los paisajes de la destrucción y la muerte que es toda guerra. Quizá lo mejor de la película sea esa escenografía de desolación absoluta de la tierra de nadie que cruzan los dos soldados al inicio de su particular odisea bélica cuando emergen de su trinchera y el vagar enloquecido de Schofield por esa fantasmal ciudad francesa en llamas, mientras los soldados alemanes quieren cazarle, que tiene visos de pesadilla kafkiana. Poco más.
Hay destellos de Salvar al soldado Ryan de Steven Spielberg (en el argumento); de Senderos de gloria de Stanley Kubrick (en los trávelin de las trincheras); de Los gritos del silencio (cuando Schofield tropieza con esa montaña de cadáveres en el río); de La chaqueta metálica (el paso del protagonista por la ciudad francesa incendiada); de Barry Lindon (Schofield tentado por esa joven francesa y su hijo para que desista de su misión y se quede con ellos), referentes que están allí, que se notan precisamente porque el film no atrapa en su frialdad expositiva y hasta, en algunos momentos, aburre (oxímoron un film de guerra aburrido), y de los que 1917 está a años luz aunque la postulen como una de las mejores películas del año.
1917 queda muy lejos de todas las películas mencionadas y de Apocalipse now, El cazador o La delgada línea roja, reflexiones sobre la irracionalidad de la guerra y las heridas que deja, y acaba siendo un envoltorio vacío que ni siquiera sorprende por su formalismo.
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