Joker, de Todd Phillips
Hago una triple confesión. Una, Todd Phillips, el director de Joker, y de Ha nacido una estrella, no me decía nada a priori. Dos, mientras veía Joker estaba convencido de que era un film de Paul Thomas Anderson; de hecho, con el director de Magnolia Joaquín Phoenix demostró ser un superdotado de la interpretación en The master. Tres, ni soy fan de los comics, ni de sus versiones cinematográficas (detesto Superman) pero los personajes de Batman me fascinan, y alguna de sus entregas me gustó (la de Tim Burton y las de Cristopher Nolan).
Todos cargamos con un disfraz; en el payaso, el disfraz es esencial, como esa risa impostada que debe dibujar grotescamente en su rostro. Joker es la vuelta del calcetín de Batman. El héroe de Gotham, ese Nueva York oscuro que se parece mucho al que limpió Rudolf Giuliani de forma drástica, a tiros, el de Taxi driver de Martin Scorsese (ficción y realidad son vasos comunicantes), no es el hombre murciélago que quiere poner orden en el caos, sino quien lo crea precisamente. Joker, hablando de un payaso trágico que fracasa en su empeño, como todos los payasos por el hecho de intentar hacer reír en el valle de lágrimas, es una demoledora película antisistema muy de actualidad que recuerda a V de Vendetta en su mensaje incendiario; de hecho se temen disturbios durante su estreno en Estados Unidos, que el efecto Joker se traslade a esa sociedad tan permeable a la ficción y que los espectadores se enfunden en máscaras de payaso y se tomen la justicia por su mano a la salida del cine.
Si existe el mal, si existe Joker, ese payaso que mata a tiros a tres pijos de Wall Street que le están tocando las narices en el suburbano de Gotham, es porque existen abismos sociales, los que retrata un Todd Phillips retorcido que parece Darren Aronofsky. Joker, el payaso maltratado (en una de las escenas iniciales un grupo de jóvenes le da una monumental paliza para divertirse), y vilipendiado, no reconocido por su padre Thomas Wayne (Brett Cullen y Alec Baldwin, que se retiró a mitad del rodaje), un multimillonario filántropo que se postula para alcalde de Gotham (el padre propina un soberbio puñetazo al hijo en unos urinarios cuando éste busca su reconocimiento), y maltratado por una madre, Penny Fleck (Frances Conroy), a la que adora hasta que se entera de cómo se portó con él en su infancia, se toma su brutal venganza e incendia literalmente Gotham tras ese crimen cometido en la tele, en prime time, como en Network, film premonitorio de 1976 sobre el poder letal de la televisión. Arthur Fleck, el hombre que esconde toda su amargura y frustración tras la máscara sonriente de Joker, es material de psiquiátrico con ese padre, esa madre y el maltrato infantil sufrido, un enfermo con brotes psicóticos.
A favor de Todd Phillips hay que hablar de una puesta en escena sencillamente apabullante —esa Gotham que explota en miles de disturbios; los shows televisivos de Murray Franklin (Robert de Niro), impagables y su cara a cara con Arthur Fleck; Joker bailando mientras huye seguido por la policía; el sangriento ajuste de cuentas que tiene lugar en su piso— y de una interpretación de Joaquin Phoenix deslumbrante, aterradora, en una película que parece estar a su servicio, para que despliegue su genialidad interpretativa. El Cómodo de Gladiator se tomó el film como un empeño personal en el que se implicó al cien por cien. El actor trabaja con sus muecas, esa risa compulsiva y su desmadejado cuerpo (perdió 27 kilos para encarnar a su personaje) y desbanca a otros Joker (Jack Nicholson, el fallecido Heath Ledger).
La ganadora, como mejor película, del festival de Venecia, el film que se hizo con el León de Oro, es también un film social. En una de las secuencias Arthur Fleck (Joker) protesta porque las autoridades municipales le retiran, por culpa de los recortes, la ayuda psiquiátrica que necesita como enfermo mental que es; Joker comparte con su madre una vivienda precaria en uno de los barrios más deprimidos de Gotham, mientras su padre natural vive en una mansión a la que no puede asomar ni la nariz. El único bálsamo de ese personaje perdedor y torturado es su vecina de rellano, la hermosa Sophie Dumond (Zazie Beetz) de quien se enamora y persigue por las calles de Gotham.
Joker se convierte en un icono subversivo, revolucionario, antisistema, cuando los ciudadanos indignados de Gotham se ponen la máscara de payaso, toman la ciudad, atacan a la policía y la emprenden con todo en un apocalipsis final. El film detona entonces con una fuerza devastadora. ¿No les suena a los chalecos amarillos, la revolución de los paraguas de Hong Kong y a otras protestas sociales que nacen de la rabia telúrica de los ciudadanos enfadados con el sistema, a las reacciones fuera de control que de vez en cuando se producen cuando todo es insostenible? El payaso, cuya falsa risa hiela el alma, pinta con su propia sangre su mueca alegre: oxímoron su risa de muerte.
Más que probable Oscar para un actor, Joaquin Phoenix, grande entre los grandes, que interpreta también con su cuerpo torturado, además de con su rostro, esta sinfonía sangrienta sobre la oscuridad que sin duda es una de las películas del año. Desde La naranja mecánica de Stanley Kubrick no había visto un film tan perturbador.