«Joker»: la sonrisa del Ave Fénix
Ya habrá tiempo de intentar conocer las verdaderas razones, si es que realmente las hubo, para que «DC Cómics» se desmarcase de la producción de «Joker», tras permitir que se abordase esta biografía en solitario de uno de sus más emblemáticos personajes (aunque el apellido Wayne es como una plaga, y el guion finalmente acabe contando una vez más lo mil veces contado sobre el origen de Batman). O discernir de dónde sale la disparata algarabía en torno a si esta película es un nuevo «Taxi Driver» (porque la admiración de Phillips por Scorssese ya quedó clara en su anterior título, «War Dogs») cuando no se tarda mucho en descubrir el tufillo a franquicia, con un guion más lleno de argucias que de astucia, y que en su esquemático planteamiento de oscura denuncia social asoman sin el menor recato las letales aristas de su artificio, que se presenta con el envoltorio de la originalidad, pero que simplemente se adueña de la aproximación que hizo Alan Moore en «La Broma Asesina» (por un momento, hasta el chiste final del cómic original planea sobre el desenlace como una pésima ave carroñera), condensada en una dirección sin el nervio vivo de ese Scorssese al que supone busca emular, tan subyugada por el poder de un actor que hasta la cámara malvive a ras del suelo durante gran parte del metraje, incapaz de hacer nada que no venga dictado por la sublime creación de su actor protagonista. Por cierto, y ya que cito al estrado al insigne Moore, ¿acaso nadie recuerda un final donde los habitantes de la ciudad toman las calles ataviados con idéntica máscara en aras de loar las hazañas de un héroe anónimo que ataca violentamente a los poderes establecidos?
Nada de eso importa.
Hablar de «Joker» es hablar de Joaquin Phoenix
Porque sin Joaquin Phoenix, Todd Phillips no tiene nada.
Absolutamente nada.
Y ya empieza uno estar harto de que sigan jugando con cartas marcadas.
Pero en cualquier caso, todo esto es secundario.
Phoenix está en pantalla.
Y una vez más, llega cargado de virtuosismo.
Basta tan solo un plano, un único plano inicial, para que ya sea imposible no quedar hechizado por este paria entre parias. No necesita de cicatriz alguna en su rostro porque su cuerpo entero es una cicatriz que no sana, que solo empeora, que se convulsiona involuntariamente, que se retuerce envenenando lo poco que le queda de alma hasta contaminar con su gangrena todo cuanto le rodea. Y como el propio personaje, es imposible escapar de la fricción entre la tristeza y la risa cuando ambas quedan despojadas de sentido, o hallar algún momento de reposo alguno, una secuencia donde ese pesar que por momento parece casi sobrehumano no recubra como una piel esta composición tan brutal, tan limpia, tan honesta y tan profundamente hermosa. Phoenix se niega a no caminar por otro sendero que no sea la cuerda floja, y al igual que Charles Chaplin en una secuencia de «Tiempos Modernos» que se proyecta en un cine, literalmente hace diabluras justo al borde del abismo del que cuanto más trata de alejarse, más se acerca. Y parece imposible que en este recital no haya un solo gesto no diré gratuito, pero sí cercano al histrionismo de opereta. Pero así es. Ni uno. Ni tan siquiera el disfraz de payaso, de bufón en una sociedad donde casi todos somos bufones, logra que el rostro de Phoenix quede oculto. Su mirada incendiada de ilusiones y derrotas llega mucho más lejos de lo que lo hace un guion lastrado por su condición de buscador de secuelas.
Por fortuna, eso no es asunto de Phoenix, y resulta un desolador privilegio el poder contemplar cómo su personaje logra resurgir de sus despojos y renacer desde sus cenizas con una sonrisa, y he aquí el genio de este actor y de este regalo que nos hace, que hubiera aterrorizado al mismísimo Joker.
La obra maestra de un actor casi siempre aislado en los territorios de la desolación.
Nada más… ¡y nada menos!
Puro Phoenix.
Puro Joker.