Festival de cine de San Sebastián. Dia 2

Hoy batí dos récords. El de dormir: 6 horas escasas, menos diez minutos peleándome con un incordiante mosquito ante el que finalmente me rendí;  y mi tiempo de bajada desde el barrio de Altza al teatro Victoria Eugenia: 23 minutos justos. El de subida, bastantes más.

No me informo de lo que voy a ver. Y eso que el festival regala a los acreditados de prensa multitud  de dossiers y un libro del festival que guardo siempre como recuerdo. No tengo tiempo. Así es que, en la segunda fila del teatro Victoria Eugenia, pero con buena visión (soy de los que se comen la pantalla cuando van al cine, para meterme dentro) la primera sorpresa es que la intérprete principal de Próxima,  una película francesa y alemana a competición, es nada más y nada menos que Eva Green. Por la protagonista femenina de Soñadores de Bernardo Bertolucci, película en la que me enamoré de ella, vale la pena  el madrugón.  Si, además,  la película es más que buena y ella está literalmente que se sale, miel sobre hojuelas. Si ayer veía una película  sobre la guerra incivil española sin sangre ni balas, hoy me toca ver una película sobre el espacio sin salir al espacio. Veamos. La directora Alice Winocour, en su tercer largometraje, pone en imágenes la odisea emocional que sufre Sarah (Eva Green), una astronauta francesa que es elegida para el primer vuelo a Marte; su dura preparación, con pruebas físicas exhaustivas, y, sobre todo, el alejamiento de su  hija pequeña  Estella (Sandra Hüller), hace que se planteé muchas veces tirar la toalla. El espectador asiste a esa prolija preparación de los hombres que salen al espacio exterior literalmente cabalgando  una bomba. La directora sabe aunar el suspense de esa aventura espacial con, lo más importante, esa lucha interna que tiene Sarah consigo misma. La astronauta ha de prepararse para perder de vista la Tierra,  la gravedad, decir adiós a todas las sensaciones sensoriales, se prepara incluso,  para ver el mundo  al revés,  viendo cabeza abajo el televisor en su enclaustramiento en Kazajstán, de donde partirá la nave, y lo más duro, separarse de su hija sin saber si regresará a la Tierra. Están en  el reparto Mat Dillon, con su voz resonante y engolada, y, sobre todo, Eva Green, esplendida en matices, humana, fuerte y frágil al mismo tiempo; su trabajo interpretativo  es muy físico. La vemos corriendo, sumergiéndose en el agua, haciendo vivac con sus compañeros de expedición o en la centrifugadora espacial. La directora nos muestra de forma pormenorizada lo anterior a la aventura espacial, el esforzado adiestramiento para paliar situaciones extremas de los hombres y mujeres del espacio, el capítulo anterior a Gravity de Alfonso Cuarón, por poner un ejemplo. Como contraste a las muchas virtudes del film, la banda sonora de Ruychi Sakamoto  resulta irrelevante. Dedica el film Alice Winocour a todas las mujeres que exploraron el espacio exterior, heroínas por partida doble, puesto que todas ellas, como Sarah, eran madres. Así es que nivel muy alto el de los filmes a competición de momento y veo un match reñido  entre Eva Green y Susan Sarandon por el premio a la mejor interpretación femenina.

Repongo fuerzas en Baluarte  junto a los cine Princesa,  con un café  con leche y un pastel exquisito que es como a una sara rellena de crema pastelera, mientras espero a mi próxima sesión,  un film chino a competición hablado en tibetano. Miro a mi alrededor por si vislumbro a Eva  Green o su doble donostiarra, una simpática muchacha clavada a ella a la que abordé un día creyendo que era la original. Ninguna de las dos. Mala suerte la mía. Mal karma el mío,  casi a la altura de la pareja protagonista del film chino tibetano que me espera.  Cuando ya estoy sentado para ver la película chino tibetana me llega un mensaje urgente de la dirección del festival. Eva Green llega al hotel María Cristina y yo arrinconado en el extremo de una fila siete sin poder salir a pedirle lo que sea. Manda películas.

Me temía lo peor con la película chino tibetana. No esperaba una denuncia de lo que hace China en Tíbet y no me equivoqué. Lhama y Skalbe es la historia del no amor entre sus protagonistas. Quieren casarse pero resulta que Skalbe ya lo está con una chica que ingresó en un monasterio tibetano como monja y los trámites para el divorcio son farragosos. Lhama tiene mal karma, tiene un hijo con el que no se lleva muy bien, y otros dos hijos (eso no está muy claro) de otra relación e interpreta a un ser malvado en una función de teatro chinotibetano, cantada, insoportable.  Cuando por fin consiguen que la monja firme el divorcio de ese matrimonio de conveniencia, el conflicto entre Lhama y Skalbe no se soluciona. Debe de ser el mal karma de ambos. Lento, casi como el camión que conduce Skalbe, un tibetano que se parece como dos gotas de agua al Gregory Peck de Duelo al sol, y bastante incomprensible melodrama exótico a concurso cuyo responsable es Shontar Gyal. Hay un beso frustrado en una de las escenas, frustrado por ella, claro. No fui a ver a Eva Green porque no pude.

Mientras deshojo la margarita sobre mi próxima película, como, horrendamente, en donde antes he desayunado espléndidamente. La gastronomía en nuestro país está en ruinas cuando se come mal, y caro, en Euskal Herria. Eso, que se coma mal aquí y el calentamiento global significan que nos quedan dos telediarios. Tras esa ingesta que me hace envidiar las porquerías que se meten en el cuerpo los astronautas de Próxima,  mi cuerpo me pide una siesta sobre el duro espigón que hay bajo el monte de San Telmo. Y allí dormito a medias si no fuera porque un grupo de pamplonicas no paran de repetir que a Pamplona le falta una playa como La Concha para ser perfecta; y a mí tener 33 años a voluntad.

A los españoles nos pasa con el cine lo mismo que con la comida, cuando comemos hablamos de comida, cuando nos empachamos de películas, hablamos de cine. Redundantes por naturaleza. Uno oye conversaciones y cada crítico es un mundo y abunda el que todo lo ve pésimo. Lo que le gusta a uno, lo detesta otro, y viceversa. Para mí la calidad de la sección oficial es alta, pero diré, al mismo tiempo, que convencional. Ni Roger Michel, ni Alejandro Amenábar ni Alice Winocour innovan o son rompedores. Y llámenme obseso, pero en las seis películas vistas no he visto ni un beso. ¿Un festival casto? Queda festival para comprobarlo.

Después de la siesta, me toca por descarte (no hay otra posibilidad) que una película que va la sección de Nuevos directores, proceloso territorio que, salvo sorpresas, depara más decepciones que alegrías. Del chino y tibetano paso al tunecino. Hace sol en la cola y uno echa de menos un paraguas o directamente un bañador. No voy vestido para ninguna gala, me echarían de ellas por mi vestimenta más que informal, sandalias incluidas. En el norte no cae ni una gota mientras el sur se ahoga. Mientas hago esa cola aburrida pienso en algunos comunes denominadores de las películas vistas hasta ahora, todos dramas familiares y, al menos en tres, con niños que se escapan para concitar la atenciones de sus padres separados. Pasaba en la coreana Skattered Night, en la francesa La próxima y en la chinotibetana Lhama y Skalbe.

La tunecina El sueño de Noura de Hinde Boujemaa podría titularse  la pesadilla de Noura, o el sueño de Noura que no se cumple. Noura trabaja de limpiadora en un hospital. Su marido, un pequeño delincuente, cumple años de prisión. Ella saca adelante a sus tres hijos y tiene un amante con el que planea casarse en cuanto tramite su divorcio. Todo se va al garete cuando el marido preso se beneficia de una amnistía presidencial y queda libre. Melodrama sentimental que, en su último segmento, se inclina hacia el género negro. Noura está excelentemente interpretada por la actriz tunecina Hend Sabri. Lástima que no sea redondo su final, abierto pero menos, que deja en el aire el sueño de la protagonista. Esa mujer tunecina es todo carácter.

Rozando las ocho de la tarde, otro film español a competición y con el fondo, también, de la guerra civil, pero en este hay balas, sangre y hasta sexo telúrico (esa escena de amor en el zulo impacta). Los directores de Loreak y Handia nos sirven este melodrama llamado La trinchera infinita que recrea la insoportable vida de un topo, al que da vida magistralmente Antonio de la Torre, que permanece más de treinta años emparedado en la casa de su pueblo andaluz desde que empieza el conflicto y hasta la ley de amnistía de 1965. Film claustrofóbico, que puede recordar a El pianista de Roman Polanski (la realidad, siempre fragmentada e incompleta,  el personaje principal la ve a través de la mirilla de su zulo o de su ventana de una casa de la que no saldrá en treinta años), con algunos momento de extrema violencia nada gratuita (esa muerte a cuatro manos de un frustrado violador) y otros de terror.  Ese trío vasco formado por Aitor Arregi, Jon Garaño y José Maria Goenaga  nos ofrecen un fresco de nuestra más reciente historia a través de la anécdota de su topo y su abnegada esposa interpretada por Belén Cuesta. Cruda, desoladora y emotiva cinta dramática sobre uno de esos miles de muertos en vida que permanecieron ocultos tras acabar la guerra. Certamen muy reñido de momento con una sección oficial de notable alto.

Regreso a Altza sin problemas. Me sé el camino a ciegas.

 

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