«Érase una vez en… Hollywood»: Tarantino contraataca


«Los odiosos ocho» acabó sufriendo un sinfín de reveses que dejaron a Tarantino en una posición muy incómoda para afrontar cualquier proyecto. En primer lugar, el estreno coincidía con otra de las interminables entregas de «La Guerra de las Galaxias», y la película de Tarantino, rodada en 70mm, apenas pudo hacerse un pequeño hueco entre las contadas salas que permitirían ver al espectador la película tal y como había sido rodada. Quijotesco empeño. No luchaba contra molinos de viento. Las demenciales aspas de esa trituradora llamada Disney hicieron añicos el sueño de Tarantino, a lo que hubo que sumar una desigual respuesta crítica y de espectadores. Y rematando el desastre, las hediondas andanzas sexuales de Harvey Westein se pusieron al descubierto, un hombre relacionado desde su primera obra al mundo «tarantaniano», lo cual generó un devastador ciclón de verdades nunca dichas sobre los entresijos del nuevo Hollywood, provocando una onda expansiva de tal alcance que hasta el propio director tuvo que enfrentarse a acusaciones de acoso. Un caso que sigue removiendo los cimientos de un industria que una y otra vez termina emponzoñándose para destilar el peor de los venenos.
Si bien cabía esperar una respuesta contundente por parte de Tarantino (y recuperar todo lo perdido con esa inquietante película que fue «Los odiosos ocho»), no era tan previsible que rodará una obra tan alejada de su filmografía, pese a ser en la práctica un compendio de guiños a los adictos a su universo. «Érase una vez en… Hollywood» es un ejercicio despiadado y bastante arriesgado sustentado en tres pilares (uno real, y dos ficticios, aunque ambos anclados en un sinfín de semejanzas referenciales) que sostienen este insospechado viaje a un momento clave en la historia del cine, cuando todo estaba a punto de cambiar, ese modelo ya estaba demasiado viciado y fue sustituido por este que ahora también agoniza de podredumbre. Por un lado, Sharon Tate (Margot Robbie), recién casada con Polansky, instalándose en Los Ángeles poco tiempo antes de ser brutalmente asesinada por el inclasificable séquito de Manson (un sólo plano en la película, y hasta el aliento se te atraganta). Por otro, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), vecino del joven matrimonio, un actor de televisión y alguna incursión en el cine, al que la edad y los nuevos tiempos empujan fuera de lo que ha sido, de lo que pudo ser, y de lo que sólo puede ser. No conoce más vida que la del cine. La realidad hace mucho que quedó desterrada. Y un tercer eje, que va saltando de secuencia memorable en secuencia memorable, Cliff Booth (Brad Pitt), doble para las escenas de acción de Dalton, con el cual ha terminado por consolidar una relación plagada de peculiaridades, y de una honestidad mutua a prueba de cualquier contratiempo. Tres periplos muy distintos que acaban confluyendo en el final más doloroso y herido de cuantos ha rodado Tarantino.
Un desenlace directamente anclado en lo inenarrable.
Sólo se puede aplaudir el tratamiento con el que Tarantino se adentra en uno de los crímenes más aterradores de eso que Keneth Anger vino en llamar «Hollywood Babilonia». Y admira el mimo, el esmero, el respeto que le dedica a Sharon Tate, náufraga en su propia ingenuidad, y el modo en el que ella misma contempla su vida, sintetizado con lúcida maestría en esa secuencia donde va al cine en el proyectan la última película que ha protagonizado, una obra que era más la alfombra, a la larga teñida de un rojo muy distinto, con la que Hollywood celebraba la llegada de la que seguramente hubiera sido una gran estrella. No hay ni un solo plano de ella que no duela, que no se remueva en lo más hondo de nuestra inquietud, sin rozar en momento alguno los sensacionalistas y turbios terrenos del morbo. Porque Tarantino solo muestra lo que se robó, la sonrisa, la alegría y la belleza de estar vivo. Paralelamente, Daltón se encuentra en el lado opuesto de la carretera. Su caminar parece haber terminado. Se ha quedado ya sin ese futuro que Sharon apenas paladea. Y sin embargo, halla el modo de renacer. Y mientras todo esto ocurre, Booth deambula por doquier, tan vital para el mundo del cine como los protagonistas, y pese a ello acostumbrado a ser de los que no importan, una pieza menor del mecanismo de la industria, lo cual le permite entrar y salir de donde quiere, y desmitificar desde lo ya desmitificado, y repartir golpes (reales y verbales) a diestro y siniestro en un recital de hallazgos. Por muy errático que sea su periplo, todo a su paso le va llevando hasta la tragedia del desenlace.
Es complicado imaginar cómo verá esta película alguien que no conozca los sucesos de aquella noche de infamia y terror. Pero tampoco se quedará indiferente. Ni mucho menos. Esto es cine de Tarantino. Deslumbrante en los diálogos, pasando de un formato a otro y haciendo ostentación de su desparpajo, capaz de resultar desternillante en mitad de lo inesperado, un mago con el sonido y las canciones, resoluciones visuales siempre brillantes, pero, y esto es novedad, en ningún caso con tendencias a esa desproporción tan querida por sus seguidores. Y Tarantino filma por primera vez, aunque con idéntico nervio al descubierto, el transcurrir del tiempo, la infinita opresión del espacio, la ausencia de la palabra como una maquiavélica manifestación de su acostumbrada y alocada locuacidad, los largos paseos en coche por una ciudad irreal bajo la cual arde el abrasador acoso de lo venidero.
Un Tarantino ligeramente distinto para rodar una obra maestra.
Hablar del reparto es tarea de locos. Margot Robbie parece, una vez más, hecha de la misma materia de la que están hechos los sueños, y está claro que cuando hay un director, ya sea Scorsese o Tarantino, y no se mete en los turbios entresijos de los mercachifles, es una actriz que puede volar muy alto. Brad Pitt magnetiza, casi es un imán para la mirada, hasta tal punto que en cuanto reaparece en la pantalla la atención es ya su cautiva. Y en fin, el talento de DiCaprio no parece tener límites. Y sigue empeñado en escapar de las garras que una vez causaron tanto daño en su carrera. Ni un sólo título que no sea sinónimo de cine y no de industria. Cuatro años alejado del bullicio de las taquillas y muy implicado en el mundo del documental, y ahora regresa con este papel. Geniales.
Admito mi rendición y mi perplejidad. Porque no deja de ser admirable que haya tenido que ser Tarantino, precisamente Tarantino, siempre acusado de ser un director excesivo y gratuito en sus generosas entregas de violencia, el único capaz de poner, al final de su historia, una diminuta gota de belleza en la tragedia de Sharon Stone.
Y con esos últimos minutos, Tarantino añade además una brutal tristeza a este canto de amor por el cine, a la vez que preclara denuncia contra quienes lo maldicen.
Érase una vez en Hollywood… en este mismísimo momento.

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