Nunca estamos en casa
La filosofía oriental; que conoce estos menesteres con detalle; nos señala que nunca estamos en casa. No se refieren al espacio físico que hipoteca nuestra vida y hacienda por unos escasos metros cuadrados. Esa casa de referencia somos nosotros mismos. Es nuestro propio yo adocenado, sepultado con necesidades que no son tales, oprimido por tributos vitales que no son imperiosos. Esa casa representa nuestra esencia, que tan poco cuidamos y; con frecuencia; disfrazamos con peregrinas excusas para dilatar el encuentro. A veces los años nos pesan como un cuerpo deshabitado, como la promesa de un futuro siempre dudoso, de metas inciertas. Nos abandonamos a nosotros mismos por el camino. Olvidamos el instante, la perfección del momento. Vaciamos nuestra casa con promesas lejanas, con precarias ambiciones innecesarias. Carpe Diem. Aprovecha el instante. La perspectiva del tiempo nos va dejando un ramillete de momentos malogrados, bocanadas de existencia o exultantes recuerdos. Pero es con el paso de las Estaciones cuando medimos el valor de nuestra propia existencia. Aprendemos a vivir el momento, a relativizar los conflictos interiores, a disfrutar con una bocanada de aire cada mañana, porque todo día es un regalo infinito. Ente el hedonismo desatado de “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, extraído de la película “Llamad a cualquier puerta” y el ascetismo de renuncia radical a todo estímulo placentero existe una tierra de nadie, donde la armonía nos acerca a nosotros mismos. Los extremos siempre extienden un aroma patológico. A la hora de la verdad; cuando se acaba el sendero; da exactamente igual como te lo hayas planteado: No te vas a llevar ningún equipaje. Tan sólo queda nuestra en la memoria de aquellos que nos han amado, a los que hemos amado. Únicamente se nos recordará por la luz que hemos repartido (triste, si nos recuerdan por lo contrario), la palabra oportuna que derribó fronteras o la caricia que llenó de calidez un atardecer. Es el momento de sentarse, respirar hondo una bocanada de vida y soltarla mientras repetimos: “Acabo de morir un poco”. Es un ejercicio de humildad, sano, nada morboso. Una aceptación de la realidad que nos habita: Somos pavesas al viento. De esta aceptación aprendemos a medir la intensidad del momento, a degustar a tragos cortos instantes que antes no calibrábamos adecuadamente. Un paseo por la orilla del mar al atardecer, una mirada cómplice, la certeza de que hemos donado felicidad a nuestro paso. Vivir, vivir, vivir y no pensar en nada. Apurar la copa del instante. Pero sin falsos estímulos, evitando los paraísos artificiales, los placeres erróneos. Debemos aprender a estar más tiempo en casa. En esa casa que somos nosotros mismos. Ejercitemos el autoaprecio. La habilidad de valorarnos y a dar valor a esas pequeñas cosas que; con la presteza y la ansiedad; no pudimos apreciar. Quizás así; cuando nos sorprenda el último oleaje; podremos confesar que hemos vivido.