Esa noche de Miguel Murillo. Compañía Sienteteatro. Teatro López de Ayala.
Los lúgubres acordes de la Tocata y fuga en re menor de J. S. Bach dan paso a un cuarteto de dantescas féminas. Envueltas en camisones góticos entonan una letanía antigua que; avisa e introduce; en un mundo cerrado, opresivo y obsesivo. Un universo de raíces lorquianas. Cuatro hermanas marcadas por los hechos terribles que sucedieron “esa noche” que rememoran una y otra vez, mientras vagan como espectros ¿o quizás lo sean?, por un decorado que rememora los cuentos de hadas pervertidos: unas camas de raíces palpitantes y trepadoras. A lo largo del texto, soportado en el racconto, va surgiendo la relación de las hermanas con su padre. Un coronel terrible con reminiscencias de aquel Saturno que devoraba a sus hijos y que nace directamente de la influencia de una escena de Carlos Saura en “Cría Cuervos”. Las mujeres (o los fantasmas) están atrapadas en los círculos de Dante y su vida es un continuo retorno como el mitológico Sísifo. Volviendo una y otra vez al mismo instante que las traumatizó Para desarrollar su liturgia catártica, las cuatro hermanas están acompañadas de obras musicales que se imbrican a la perfección en los instantes y vivencias. Para ello utilizan piezas populares como el lorquiano “El Vito” o incluso un bolero, certeramente interpretado por una de las hermanas. El espectro del padre, al modo hamletiano, sobrevuela (de referencia y presencia) el mundo del desdichado cuarteto. Incluso posesiona a Iniquidad que reproduce; habitada en marcial uniforme; el diálogo que el padre mantuvo esa noche con la hija ultrajada.
El autor juega con los tiempos, con los vacíos, con las palabras no nacidas, con la insinuación. El mundo claustrofóbico y patriarcal en que habitan Encarnación, Visitación, Asunción e Iniquidad, está asediado también desde fuera. La calumnia, la burla, el hispánico afán por la difamación forman parte del corpus vital de la familia. Presente y pasado se misturan en un juego simbólico donde las “niñas” pueden pasar a ser mujeres o mozas al siguiente instante, donde lo sucedido puede volver a suceder en un eterno retorno. Cada uno de los personajes (firmemente mantenidos por las actrices) desempeña un rol en esta partida de ajedrez donde se profetiza la tragedia (al clásico modo). Desde la hermana de cerrado y sacristía, hasta la casquivana. Desde la sufridora resignada, a la Hécate vengativa. Esta paleta de brumosas emociones humanas desemboca, como no podía ser de otro modo, con las Furias sobrevolando la casa. Solicitando el pago de la deuda de sangre. Incluso en estos instantes, el autor se permite otra vuelta de tuerca final en su juego de espejos. Dejando al espectador las conclusiones sobre la veracidad de la existencia de los personajes que ofician esta liturgia. Un final abierto y palpitante. Diversas influencias se encuentran en la paleta dramática, desde los asfixiantes gineceos lorquianos, hasta el teatro del absurdo, pasando por los universos del extremeño Martínez Mediero. La iconografía; opresiva; con reminiscencias de cuentos infantiles y cinéfilas (¿Que fue de Baby Jane?), apoya esta tragedia psicológica donde los traumas reprimidos, el juego con los espejos, solicitan la participación activa del espectador incluso finalizada la obra. Concha Suárez, Juana Vaquero, Pepa Moreno y Maribel Jiménez recrean con solvencia los distintos estados anímicos de las hermanas, dotándolas de vida, introduciendo al espectador en ese mundo cerrado y surrealista que nació en “esa noche” y que ha marcado su pasado, presente y futuro.