De debates y otros debacles (I)
Después de todo el alboroto generado, tuvo que ser la televisión pública, la que pagamos hasta los que no la vemos, la que tuvo que demostrar su verdadero papel en este hediondo preámbulo a las elecciones del próximo domingo. Lo visto ayer no fue más que un ensayo, una puesta a punto, una relectura de galeradas, todo ello destinado a servir como sustento al verdadero debate electoral que, cómo no, tendrá lugar en un medio privado, tan privado que incluso se ha quedado sin credibilidad desde que, salvo excepciones, hayan decretado un bloqueo informativo en torno a las escuchas ilegales de las que tantos periodistas implicados prefieren no hablar demasiado. Pasó Semana Santa. San Villarejo vuelve a ser el patrón al que seguir sumando altares y velas.
Aunque el realizador bien pudo evitar ese cuadruple plano que por momentos aderezaba el temor de estar viendo un episodio del remake de «La tribu de los Brady», hay que agradecer la profesionalidad de Xabier Fortes, quien moderando ejemplarmente lo que ni siquiera se podía moderar, hizo muy bien su trabajo.
Los cuatro invitados hicieron justo lo contrario.
Quizás Casado, armado hasta los dientes de gráficos y cartulinas, debió dejarse puesto el capirote de nazareno y evitar así parecer tan bajo al lado del pívot Pedro «survivor» Sánchez, ya advirtió Chaplin en «El Gran Dictador» sobre la vital importancia de aparecer siempre más alto que tu rival, todo cuenta, y llegado el momento se alza lo que haya que alzar. Con el triunfalismo inherente al Partido Popular, cada una de sus afirmaciones solía ir acompañada del adjetivo «histórico» la puesta al día de cada uno de sus logros, perfeccionando su Olimpo personalizado e intransferible a menos que se apunten a la endogamia de su turbio ideario.
Sánchez no mostró demasiadas cartas, previsiblemente a la espera del partido de vuelta. Aseteado desde ambos lados de la hilera, incrédulo cuando se tildaban ciertas políticas de «comunistas», ajeno a los desmanes y a los peligrosos insultos, parecía mucho más interesado en ceder el protagonismo a los que tanto lo desean. No es una fórmula magistral, ni mucho menos, para variar se nos deja de lado en todos esos discursos de ocasión, pero teniendo en cuenta la catadura moral de sus rivales tampoco parece mala idea dejar que se estrellen por ellos mismos. Es mucho más efectivo y contundente que darles un empujón para que lleguen cuanto antes al abismo.
Pablo Iglesias, al que algunos periódicos declaran ganador del debate (probablemente porque es lo único que podrá ganar estos días), se aferró a nuestra (habrá que remarcar lo de nuestra) Constitución, proponiendo, ¡ingenuo!, que al menos se respetase ese texto, que es justo el que todos desprecian. Parecía demasiado serio, incluso irritado aunque no permitiese que su rabia afectase al discurso. Debe ser muy complicado tener que debatir con tres candidatos a los que el hecho de espiar con mecanismos del Estado a un rival les parece jugar limpio.
Aunque la gran estrella fue el líder de Ciudadanos. Mucho más humano, demasiado humano, se mostró Albert Rivera (por cierto, ¿qué fue de Alberto Pablo?), quien para sentirse como en casa hasta tuvo el arrojo de colocar sobre el atril un ridículo marco fotográfico que incluía un retrato de Sánchez reunido con Torras, y uno no se atreve a pensar que pueda tener colocado en su mesilla de noche este adalid de todos los liberalismos que sirvan para emborronar sus simpatías por la extrema derecha. A su favor, acabar con Pablo Casado antes de que este encallara en sus balbuceos, y rematar su intervención con un sentido, apasionado y contundente estudio sobre los sonidos del silencio, cual emulo de Simon & Garfunkel (liberalismo folk, no, gracias). Porque, y hay que carecer de escrúpulos para soltarlo en público, él escucha en el silencio una cantidad ingente de matices y significados, lo cual vuelve a demostrar una vez su incurable sordera a los gritos de la calle.
¿Conclusiones? Se bajan todos los impuestos aunque a lo mejor no, se congelan las pensiones, pero se suben y se garantizan constitucionalmente, el sueldo mínimo tiende ya a ser sueldo bajo mínimos, la educación es una prioridad (aunque ninguna promesa sobre regular el precio para llevarse un master por métodos ajenos a los que utilizan los estudiantes), la diversidad (a menos que sea para uniformarse de modo que no se vea el traje de extrema derecha) tiene sus horas contadas, España va de maravilla mientras se hunde, en solitario, en una nueva crisis mundial, la deuda de la banca es un chascarrillo, va siendo hora de levantar la alfombra y meter debajo lo que sobra, partidos, periodistas, debates, proyectos de país.
Y a todo esto, alguien tuvo que celebrar aun más la buena fortuna de haber sido arrojado fuera del debate. Abascal no tiene ni que aparecer en contienda alguna porque el Partido Popular y Ciudadanos, muy de la mano, no hacen más que regalarle votos. Y sin tener que decir ni una sola palabra, sumido en ese silencio que Albert o Alberto, reconvertido en Alberti, transformó en magistral poética del desprecio y la nimiedad.