El sueño del insomnio
Por Julieta Destefani
“Esta vez vino a la tarde, y no como siempre por la noche. Volvió a venir, más ya no hallé, aún siendo día, un nombre para aquello”
Alejandra Pizarnik
En la casa de la cordura, los hilos de la corrección, los planes pensados y una vida ordenada, diseñan el movimiento mecánico de las sonrisas. Repiten palabras positivas, con conviccion para que el títere de carne no solo viva sino también se convenza de estar viviendo feliz.
—¿Quién golpea a mi puerta a estas horas de la madrugada? —Dijo el descanso al ver por la hendija que llegaba con un libro, el insomnio.
—Soy yo, querido amigo. Ábreme la puerta, he traído algo para ti que no puede esperar hasta mañana.
En su curiosidad y a sabiendas de que aún quedaba café en la bolsa, Descanso le abrió las puertas. Como por arte de magia, las dos aberturas que ofician de entradas se volvieron ligeras. Casi golpean a Insomnio unas espinas en horizontal que se elevaron hasta la altura del marco.
—He preparado café, querido mío. Debo confesar que un poco te he extrañado —dijo cordial el Descanso.
—Como ha cambiado… antes era vino y yo traía los cigarrillos ¿Se acuerda?
—¿Qué nos pasó, Insomnio… qué nos pasó?
—A cada chancho le llega su San Martín, igual me gusta verte ordenadito. Necesito hablarte de algo.
Insomnio, leyenda de las mejores noches del títere y desvinculado del manejo del mismo por causarle inconvenientes de aprobación y adaptación social, era íntimo de Descanso. Habían creado una relación tan estrecha y fuerte, casi de amor-odio, que no podían vivir el uno sin el otro. Se tomaban sus tiempos, a veces algunas distancias. Pero si Insomnio no aparecía, Descanso de alguna manera lo encontraba. Pasábanse las horas charlando, compartiendo lecturas, bailando coreografías de cuando títere era adolescente y solían dedicarles noches a viejos recuerdos, así… medio abrazados y secándose las lágrimas. Esas terminaban con Insomnio llorando hasta que descanso lo arropaba.
Insomnio era para Descanso el casino del jugador, el cigarrillo del que tiene cáncer, el amor tóxico, era todos los vicios juntos. Él vivía a pleno su locura y solía engendrar hijos con Creatividad, aunque no todos los embarazos llegaran a término. Descanso era ese ex novio, que nunca se desenamoró, que se conformaba con verlo a escondidas, que guardaba la foto de cuando estaban juntos, y aún conversaba con su ex suegra. Vivía “tranquilo” porque su rectitud le guardaba las garantías, no de saber que le iría bien, sino de sentirse bien por hacer lo que esperaban de él. Por eso siempre estuvo enamorado de Insomnio. ¿Quién pudiera ser cómo él? se decía, rebelde y decidido. Se ponía vestidos sobre la ropa y fantaseaba con ser Creatividad. Quería ser todos menos él.
En este encuentro, se sentaron en la cama. Para Insomnio, desvelar a Descanso en su propia cama, era como el sexo de los amantes donde, lo más erótico es que se dejen los anillos puestos. Acercaron unas banquetas que les harían de mesa para sus tazas y se pusieron al día entre charlas.
—Mirá lo que te traje —dijo Insomnio, mostrando la contratapa lisa de un libro color marfil, que tenía un reborde dorado.
—¿De dónde lo sacaste? A ver la tapa…
—Shh… no desespere. Tenemos toda la noche. Si le doy la vuelta, lo va a reconocer.
—Insomnio, me está preocupando. De vueltas el libro, por favor.
Sobre la cama, Insomnio giró el libro, dejando la tapa al descubierto. Tenía el filo de las páginas en dorado y en el centro la marca de que ese libro no debía abrirse en épocas de furiosa corrección: la rosa azul. Esta rosa, labrados sus bordes en hilos de oro, guardaba en sus seis pétalos abiertos el azul marino del cielo oscuro. En su capullo, corazón de la flor donde guarda sus estilos y estigmas, se desentendía el azul hasta teñirse de negro. De tallo, espinas y cáliz, dorados.
—Tan real como efímera, la rosa prohibida de los deseos ocultos. El libro que muta la historia según quién lo tenga. ¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Descanso, envuelto en un halo de encanto ante tan preciosa obra maestra.
—Por ser quien encuentra estas maravillas de estar vivo, es que me sacaron del cargo de este títere viejo y conformista. Bueno es que nos tiene a los dos y seguiré, por más correctito que usted se encuentre, enamorándolo con descubrimientos nuevos. Ábralo.
—No, no puedo. No lo vamos a abrir. Dejémoslo así, cerrado. Lo podemos mirar, es muy hermoso. Nadie nos va decir nada por mirar esos pétalos… ¿soy yo o tornasola con la luz?
—Bueno… yo ya lo abrí —Dijo Insomnio.
—¿Qué? ¿Cómo que lo abrió? ¿Usted sabe lo que eso quiere decir? ¿Vengo trabajando en línea recta para que usted se aparezca y destroce en horas lo que me lleva meses planear? ¿Por qué no me lo consultó?
—Por esto mismo Descanso, porque después anda buscando matarme con inventos de laboratorio. Mejor lo hago solo, y si quiere le cuento. Por lo visto, ya me ha dejado en claro que no le interesa saber qué vi en su interior…
—Vamos Insomnio, no me compre con espejitos.
—No, no son espejitos, tampoco es oro. Es de lapislázuli y de sang sitara azul. Yo estaba tranquilo haciendo cualquier cosa y de repente, una mirada se posó en mi cuerpo, y la sentí fluir. Giré hacia donde creí sentir que venía la presencia y ahí estaba el libro. De sus pétalos alcancé a ver los destellos de la piedra y pensé que cada brillo podía ser un regalo para mí. Me acerqué, fingiendo hacer cualquier cosa y el brillo de sus bordes me regaló una pequeña luz que la encontré reflejada en mis brazos. Quiere que lo sostenga, pensé. Me acerqué un poco más, el libro me seguía llamando con sus brillos, ya no lo podía resistir.
—Basta Insomnio, no me cuente más. Saberlo me hace cómplice, no me meta en esto.
—No me deje solo, Descanso. A quién sino a usted puedo contarle de este ardor en el pecho. Tómelo a modo de confesión.
—Hábleme de sus bordes —dijo Descanso, cerrando los ojos y deseando ser él quién tuviera la valentía de sumergirse en esa indescifrable lectura.
—Sus bordes… perfectamente delineados. Al rozar mis dedos en ellos, un resto de él quedaba en mis huellas, como si hubiera acariciado las alas de una mariposa. Tomé la tapa para descubrirla también. Tenía, como trabajado en relieve casi imperceptible, dos imágenes que no alcanzaba a identificar, una en el lomo y otra más grande haciéndole de fondo a la rosa. Nos mirábamos fijo, no podíamos dejar de hacerlo. Tomé con valor la tapa del libro y de él emanó una fuerza que corrió mi mano hacia adelante, dejando sus guardas al desnudo. En ésta, figuras como hilos de color gris misterio se entrecruzaban, formando abstracciones o nebulosas. En la unión, restos de polvo blanco, del insomnio de algún otro títere.
—No pares, cuéntame más. Sus páginas, ¿cómo eran sus páginas?
—De color madera, con tonos café hacia los bordes. Muy suaves y podía sentirse el relieve de las letras de la máquina de escribir. Relieves y marcas de años difíciles, no muy lejanos. Este libro ya tenía mil cosas por contar y, todavía, páginas en blanco. Muchas páginas en blanco, Descanso. No me despertaba deseo leer las hojas anteriores, solo me dirigí a la próxima libre que, en su parte superior y en números romanos, decía veinticuatro. Puse mis manos sobre su delicadeza y las palabras venían a mí, aún con los párpados bajos. Una fuerza me penetraba por las huellas sacando de mí gemidos, Descanso, gemidos de placer.
—¿Qué veías? Quiero saberlo todo, ¿a qué olían sus hojas?
—Olían dulces… un dulce seco de biblioteca, a dejos de perverso, a joven adultez, a hombre. Olía a hombre. Vi sus letras envolverme desde los hombros y sumirme en sueño profundo, a mí. Y soñé. Me dejé ir, en sus hojas, en sus bordes, en el azul de su rosa. Vi a la muerte vertiendo desde su boca, una cascada de la que tomaba agua una pantera. Me vi contemplando al animal desde muy cerca. Imitando su movimiento pude ver mi rostro en el reflejo. Soy de sombras, Descanso. La pantera se acercó y buscó una caricia de mi parte, parece que hacía mucho no recibía afecto porque se quedó mansa al disfrute de las caricias en su lomo. Me recosté a su lado, y con mis manos perdidas en su pelaje desperté. Me encontré acariciando la rosa azul, con el libro ya cerrado. Y lo recordé a usted.
—¿A mí? —Dijo Descanso, un poco descolocado ya que, atento, intentaba seguir la historia.
—Sí, a usted. Con el libro en mis manos, deseando al fin descansar.