Sangre y tango IV
Por Julieta Destefani
Yo estaba bien. Un poco ida tal vez, por el alcohol, pero bien. Bueno, en realidad habíamos tomado bastante y me sentía muy desinhibida. Estaba en ese momento justo de ebriedad decisiva donde decís: “má si… voy a disfrutar la noche y si no me vuelve a llamar, que no me llame. Sobreviví sin él todos estos años, ¿Cuál sería la diferencia?”. Y cuando parece que todo se va a ir a la mierda, se abre un nuevo capítulo de la noche. Dos amantes, casi desconocidos. No, no… dos desconocidos casi amantes, uno más borracho que el otro.
—Hagamos esto divertido, —dije intentando controlar lo que modulaba— no lo hagamos como siempre.
—No lo hemos hecho nunca, —dijo Octavio entre carcajadas— contame ¿Cómo lo querés hacer?
—Quiero que bailemos un tango. —empecé a caminar por la habitación con las piernas estiradas como haciendo firuletes y el dedo índice apuntando al techo— Voy a poner una canción con mi ce… no. Poné vos una con el tuyo, que yo me estoy por quedar sin batería.
—Bueno, yo elijo una, pero redoblo la apuesta.
—A veeer, qué quiere el señorito….
—Bailamos, pero… en ropa interior. Hace rato te estoy mirando ese encaje blanco.
—Me gusta… me gusta. Que sea en ropa interior, pero este encaje blanco está maldito. —dije desafiante al mismo tiempo que me arrepentía de lo que hablaba. Levantó una ceja y bajó el mentón como esperando que termine la idea. ¡Yo y mi boca! No sumaba ni un poco lo que estaba por decir— Quien me lo regaló me pidió que, cada vez que lo usara con alguien, me acordara de él.
—Apa… bueno. Seremos tres para este tango y que gane el mejor. —Nos desvestimos uno delante del otro, sin ayuda y tiramos la ropa sobre la cama. Mi conjunto blanco y unos stilletos era todo mi vestuario; él con su boxer negro y, a pedido mío, las medias puestas—Voy a poner el choclo.
—¿En dónde? —respondí tentada de la risa.
—¡El tango, Murray! Seguro lo conoces, pero no por el nombre.
La música empezó a sonar, era un tangazo para bailar.“Con este tango que es burlón y compadrito // se ató dos alas la ambición de mi suburbio // con este tango nació el tango y como un grito // salió del sórdido barrial buscando el cielo”.
Se paró en el centro de la habitación, extendió su mano derecha invitando al abrazo; perfilamos torsos, y extendió su mano izquierda a la espera de la mía. Mis pechos, el encaje y su pecho. Nuestros muslos imitaban el roce de las mejillas. Sentíamos el calor emanar desde los cuerpos y un escalofrío me recorrió la espalda, bajó por la pendiente y se murió en la humedad de mi balcón.
Cada compás marcaba un latido y mis pasos seguían, atentos y sumisos, los suyos. Cerré mis ojos y no lo pude evitar, nos transporté otra vez. Me fui a habitar el cuerpo de la prostituta que se hacía la enferma para no perder su trabajo y Octavio se volvió el boticario enamorado de una milonguita, a simple vista, contagiada.
En el cabaret, lleno de gente que nos miraba, dábamos cátedra con este tango a lo Carancanfunfa. Los muchachos de la orquesta se ensañaban con los instrumentos de vernos bailar así. Una ronda se nos armó y se los escuchaba murmurar; ellos hablaban de mis piernas y ellas de mi hermoso boticario.
—Es un buen momento para irnos ¿no le parece? Apenas termine el tango subimos a la habitación.
—Octavio, lléveme a donde usted quiera.
—No sabe lo que dice, mire que me la llevo. Yo no me ando con pavadas…
Sentada en su falda terminó el show que estábamos dando y nos fuimos corriendo a la habitación. Me preocupaban las sospechas de que supieran que no estaba enferma, había que moverse mucho con esos bandoneones y cualquiera en mi lugar hubiera caído al primer traspié o al menos sufrir la falta de aire. Ahora que lo pienso, no he tosido desde que llegó Octavio.
—Vamos Milonguita, junte sus cosas que nos vamos.
—¿Cómo que nos vamos, Octavio?¿Qué dice?
—Vine con Rufino, él es pierna para estas cosas. Usted hágase la descompensada. Yo hago que me la llevo al hospital y nos vamos en el primer tren.
—Señorito, llámese a la cordura por favor. ¿Qué me dice de qué tren? Usté está estudiando joven, y esta es mi casa.
—No mujer, este queco no es su casa. Tiene que salir de acá, antes de que se le acabe la suerte y la peste la alcance.
—Escucheme una cosa, si yo creyera en el amor, hace rato me hubiera ido. Pero conozco las historias y una vez que nos sacan nos hacen amas de casa, y de vuelta al querosén, tajo y cuchillo. Yo no quiero eso Octavio.
—Yo la quiero. Y no voy a dejar que se quede acá, tampoco que se le pegue ningún mal. Y voy a trabajar, para que tenga una casa digna, no un cuartito como del que viene. Hágame caso flor de mi arrabal…
Y le hice caso, junté algo de ropa en un bolso que tenía, el perfume, el maquillaje. El preparado lo dejé, para alguna de las chicas. También tuve que dejar zapatos, solo me llevé los que me regaló la francesa. Octavio dijo que no me iba a faltar nada. Me sacó en brazos de la habitación, le dijo a Horacio que había sido mucho el esfuerzo y que necesitaba ver a un médico. Rufino, el amigo de Octavio que se preocupó, se acercó para ayudar. Se hicieron unos guiños, tenían todo preparado.
Fuimos a la casa de los padres de Rufino, estaban de viaje por París. París… pensé. Ojalá un día pudiera ir a París. Estuvimos en esa casa unos días. Era hermosa, muchas cosas compradas afuera, unos juegos de plata que si los viera mi mamá… los empeña. Las cortinas eran casi desde el techo hasta el piso, con motivos de flores y bordados de hilo dorado. Y los libros…había un cuarto del tamaño del mío y de la Olguita juntos, solamente con libros y una mesa. Me daba apuro siquiera tocar alguno, así que los miraba de lejos. Mi ropa y perfume desentonaban con los aires europeos de ese lugar.
Pasaba todo el día en la casa, los muchachos no querían que saliera por las dudas de que alguien pudiera reconocerme. La idea del tren era cierta, Octavio quería que me fuera a Córdoba, a las sierras. Allá la gente enferma se curaba y los sanos no corrían peligro. Al segundo día vino con ropa nueva, le pedí, si no era molestia, me comprara también un perfume, uno mejor. Me había ganado de mano,del bolso sacó un frasco precioso; directo de Ruiz y Roca la “loción cítrica” más famosa del lugar. También me trajo un sombrero y dos pañoletas para el cuello. Rufino me prestó una maleta, preparamos las cosas y partimos a la estación del Callao. Quedé lela cuando vi que Octavio viajaba ligero de equipaje.
—¿Vamos a pasar a buscar sus cosas antes?
—Florcita mía, yo la acompaño hasta las sierras y me vuelvo.
—Es usted un mentiroso ¡Yo lo sabía! ¿Por qué me hizo esto, Octavio? Meterme en esta maroma, ¿qué voy a hacer allá sola?
—Tranquila mi musa, no tenga usted pavura. Allá se quedará con mi hermana y su familia. La recibirán y cuando termine la carrera yo voy para allá, a trabajar en la droguería con mi cuñado. La voy a ir visitar todas las veces que pueda, se lo prometo. Nos vamos a mandar cartas, va a estar usted bien.
Mezcla de angustia y tristeza. No hallaba motivo de verme feliz, sabiendo que no lo volvería a ver hasta quién sabe cuándo. Si yo no estaba mal en el cabaret, ¿qué era esta nueva vida que me llegaba? Al menos allí podía verlo.
—Sabe qué Mina —dijo haciendo un intento de levantar mi ánimo de los zapatos— cuando vuelva, nos casamos.
—¿Qué dice usté? Primero vuelva, después vemos.
Ya sentados en el vagón, me abrazó fuerte y no recuerdo en qué momento me dormí.
Me desperté en el hotel Cyan, de Recoleta, con un sol que entraba por el ventanal. Al girar Octavio me miraba con una sonrisa. Me dolía la cabeza…
—Buen día viajera —dijo él, divertido.
—Buen día… ¿viajera?
—Sí, viajera. París nos espera, no falta nada para febrero, ya estoy entusiasmado. Va a ser frío allá, vas a tener que llevar abrigo. Tengo una amiga, Azul, que viajó hace poco. Ella nos puede ayudar con el itinerario y también tenemos que ver el hospedaje. ¡Que locura! pasar el catorce de febrero allá. Sos un sube y baja de emociones, nunca me había sentido tan eufórico por un viaje, y eso que recién nos conocemos. Tenés pasaporte,¿no?
—¡Ay como hablas! Pará un poco, ¿de qué viaje estás hablando?
—No te hagas… —dijo con una sonrisa que se mordía las orejas— ¿o no te acordás? —hicesilencio y puse cara de “estoy esperando que me lo recuerdes”—.Anoche, después de bailar ese tango no dejabas de hablar de que querías conocer París, hicimos el amor, puedo hacer reconstrucción del hecho si querés… y te volviste loca con viajar, me dijiste que vos no eras de las que se andan con pavadas. Empezamos a googlear pasajes y…
—¿Y?
—¡Y compramos dos pasajes a París!
—¿Con qué plata?
—Voy a pedir el desayuno, y de eso hablamos más tarde. Mientras tanto… Bonjour,mon amour.
“Al evocarte, tango querido, siento que tiemblan las baldosas de un bailongo; y oigo el rezongo de mi pasado. Hoy, que no tengo más a mi madre, siento que llega en punta ‘e pie para besarme, cuando tu canto nace al son de un bandoneón. Carancanfunfa se hizo al mar con tu bandera y en un pernó mezcló a Paris con Puente Alsina. Triste compadre del gavión y la mina y hasta comadre del bacán y la pebeta. Por vos shusheta, cana, reo y mashiadura, se hicieron voces al nacer con tu destino… ¡Misa de faldas, querosén, tajo y cuchillo! Que ardió en los conventillos y ardió en mi corazón”
Enrique Santos Discépolo