VIAJE AL BÁLTICO: Riga
RIGA, capital de Letonia
Riga, la sorpresa. Agradable, por fortuna. Es lo que tiene viajar con poca información sobre los lugares a visitar, que siempre sorprenden. Cuando no se espera nada, todo lo que llega es bien recibido. Si, además, llega mucho y bueno, miel sobre hojuelas. Eso me pasó con Riga, la capital de Letonia.
Mapa del centro histórico y a caminar. Como las demás capitales bálticas, Patrimonio de la Humanidad. Un título con buena música de fondo. Maravillosos sonidos. Podría escribir un libro recorriendo las calles de Riga y contando las miles de historias que los guías repiten en cada grupo, empezando por la fundación de la ciudad (1201) y su importancia tras formar parte de la Liga Hanseática. Historias como la del ventanuco donde un farol anunciaba si habría alguna ejecución al día siguiente (que no decayera el morbo, ¿quién, quién?), la calle Rosene (Troskni iela) que es, dicen la más estrecha, y donde estuvo instalada la primera fundición de cañones y campanas (ejército e iglesia, otra vez, como casi siempre, unidos). Al final de la misma, el restaurante Rozengrals, de estilo medieval y frecuentado por los turistas al estar situado en una cueva e iluminado por velas (la mezcla de efectismo romántico, decoración medieval y gastronomía típica tiene el éxito asegurado). En el centro de la ciudad, junto al mercado y el ayuntamiento, la Casa de las Cabezas Negras o Blackheads, cuartel general que era de un grupo de comerciantes solteros y coronada por dos gatos negros.
Cada rincón del laberinto de calles que forma la ciudad vieja tiene su anécdota, esa historia pequeña, con minúscula, despreciada a menudo y que, en ocasiones, aclara un libro de Historia. Hay un recorrido ya trazado para los amantes de estos acontecimientos menores que nunca deja de sorprender. Déjate llevar, camina tranquilo, disfruta de cada maravilla, que son muchas y grandes. Ya sé que no puedo cerrar el relato sin nombrar alguno de los lugares imprescindibles, los más sonados. Apunten: la catedral, en una mezcla de gótico y románico, la plaza del Ayuntamiento (allí se plantó el primer árbol de Navidad en el siglo XVI) con la ya mentada casa de las Cabezas negras y el museo de la Ocupación (lo de la independencia –y con razón- es una obsesión en las tres repúblicas), la torre del polvorín (la única que queda de la antigua muralla), las Tres Hermanas (tres casas que se cuentan entre las más antiguas de la ciudad, cada una de un estilo arquitectónico diferente y con alguna leyenda entre sus paredes)… Mucho espacio emblemático. Como la masificación turística aún no ha llegado, el recorrido por este casco viejo resulta de lo más placentero. Tomadlo con tranquilidad, disfrutad de la música que se oye en algún rincón, recorrer los puestos callejeros con objetos típicos… Los guías turísticos despachan la visita en un par de horas o tres, pero yo creo que un día es el tiempo mínimo exigido para sacarle el jugo a la parte de la ciudad que he descrito. Pero hay más ciudad. Y con mucho encanto.
¿
Querrán comer, no? Pues, al mercado. Sí, como suena, un mercado con todo tipo de tiendas de alimentación. Está situado bajo cinco naves, pero la mayor parte se expone fuera, sobre todo, la fruta y verdura. Los pescados ahumados se extienden por numerosos puestos –es su comida típica- y llaman la atención de qué manera: salmón, sardina, caballa o silke, que es un arenque marinado que sirven acompañado de cebolla, patata y una crema agria y fue lo mejor que probé. Se compra en los puestos y se come en el bar del mercado donde sirven cerveza local, muy buena, por cierto. Barato, casi novedoso (me recordó, en parte, a la Boquería de Barcelona) y una auténtica delicia.
Hay que tomar café; así que nos acercamos a uno moderno y coqueto en la zona centro y en una de las calles que los arquitectos del modernismo eligieron para que se asentara la burguesía local y que hoy es sede de numerosas embajadas extranjeras, bancos y élite financiera. Calle Alberta (Strelnieku iela). Apunten este nombre cuantos quieran disfrutar de la arquitectura del Art Noveau o Jugendstil, llámenlo como quieran. O la calle Elizabetes, con edificios diseñados por Mijail Eisenstein, padre del cineasta ruso y director de la monumental Acorazado Potemkin. No voy a establecer comparaciones con otras ciudades modernistas o con Barcelona, por ejemplo, que aquí no estuvo Gaudí, pero estoy seguro que no se arrepentirán de un paseo por estas calles. Bellas fachadas adornadas con detalles de todo tipo, cerámica, esculturas, flores y plantas, rostros femeninos. Cuentan que es la mejor y más completa muestra de este arte arquitectónico en Europa. Si a esto le añadimos los enrejados de lujo, los muebles y decoración de interiores nos encontramos frente a un estilo total. Aunque muchas fachadas están rehabilitadas, la conservación no ha sido mala pues Riga tuvo la suerte de ser respetada (dentro de lo que cabe) por los bombardeos de la segunda guerra mundial.
Antes de salir del barrio, conviene dar una vuelta por la catedral ortodoxa. Con independencia de la novedad de su construcción, con sus cúpulas en forma de cebolla y su colorido típico, al atardecer es posible asistir al rito ortodoxo. Eso sí, hay un guardia de seguridad que no permite hacer fotos y exige cubrirse el pelo (a las mujeres). Lo de mantener en silencio y un respeto escrupuloso huelga decirlo. Hay que estar de pie, que los bancos no existen en las iglesias ortodoxas. Pero vale la pena verlos durante un rato (la misa completa dura unas dos horas).
Hora de cenar. Nos aconsejaron una plaza pública llena de restaurantes. Las mesas se cobijan bajo las sombrillas (por si llueve, una circunstancia que en estos lares no se descarta nunca). En los alrededores se exponen esculturas y el ambiente festivo resulta de lo más agradable, con música en directo y buena cerveza para acompañar un guiso de la tierra. Para los amantes de sabores exóticos, después de la cena un bálsamo negro de Riga, un licor fuerte cuya fórmula es secreta, dicen, y que lo llevan elaborando desde el año 1700, más o menos. Es la bebida nacional.
¡Que aproveche!
Antonio Tejedor García