La sombra del viento. Carlos Ruiz Zafón
Es arriesgado para el observador, aproximarse a obras que han recibido alabanzas extremas y varapalos jacobinos (cuanto le agradaría a Zafón esta adjetivación). La Sombra del Viento irrumpió; como su título indica; en el paisaje literario. Con un vendaval superventas que arrastró a su paso la hojarasca que conlleva el éxito: panegíricos desmesurados conviviendo junto a críticas sangrantes. No hay duda que existe en nuestro panorama editorial, un antes y un después de esta saga, formada por La Sombra del Viento, El Juego del Ángel y El Prisionero del Cielo y El Laberinto de los Espíritus, narraciones con características disimiles unidas por unos personajes puente. La mayoría de los elogios nacen de la utilización del lenguaje por parte del autor, así como la hostilidad se basa en la estructuración confusa de los argumentos, circunstancia algo caótica al analizarlas como un totus. Este ha sido uno de los mayores escollos encontrados por el lector: la ilógica sucesión de los episodios, si tomamos las novelas como una sola historia. Circunstancia más perceptible uno de los libros de la saga: El Prisionero del Cielo, dónde algunas incongruencias de guión, causan perplejidad, a la espera de que se aclaren la siguiente entrega. Esta circunstancia lastra una obra notable, dado que la certeza de apresuramiento literario, con respecto a las entregas de la cadena comercial, impide la sedimentación del espíritu. De este modo se evitarían circunstancias como las que detallamos a continuación. Si bien, es cierto, que éstas parecen ser deudoras de la carencia de un corrector a la hora de enfrentarse al manuscrito, y esto es responsabilidad de las editoriales. El estilo de Zafón; antes especializado en literatura juvenil: Marina, El Palacio de los Espíritus; bebe de su oficio como guionista, sobre todo en el tercer libro de la saga, cuajado de diálogos y algo de premura literaria. Utilizar palabras como birra o gayumbo en los años 5o, está fuera de toda cronología histórica. Ofrecer caramelos Sugus o Pastillas Juanolas, cuando no se habían comercializado en España, o describir con «perfil de Pepito Grillo» a un personaje, un año antes de su creación por parte de Disney, son errores que no afectan para nada a la validez literaria. Como tampoco lo es presentar a un personaje, palillo menesteroso en la boca; escuchando una radio portátil en una fecha en que, las pocas que había en Estados Unidos, solo eran posibles para clases acomodadas. Zafón construye una Barcelona mágica, envuelta en nieblas espectrales, deudoras del folletín y la novela negra, pero las adereza de unos diálogos ingeniosos, que describen la riqueza de caracteres de los personajes. Dotados de un humor cínico, estos intercambios de ingenio de un surrealismo costumbrista (si se me permite la expresión) son la marca de clase del escritor, que compone a los personajes en torno a industriosos y elaborados parlamentos. En ningún momento se nos presenta como una novela histórica, por lo que las distracciones que debería haber detectado el corrector, tampoco hacen mella en el argumento. La prosa florida de Zafón se adapta a la perfección a estos perdedores, que hacen literatura dentro de la literatura, en un juego de espejos, rodeados, eso sí, de un exceso de vahos, brumas, nieblas y reflejos opalescentes. Es imposible no reír con la humorada hiperbólica de algunos personajes, no dejarse arrastrar por el extraño encanto y cinismo delirante de estos diálogos. Aquí es donde brilla sobremanera la prosa del autor, pese a algunos instantes en que los adjetivos no son los apropiados, o parecen haber salido del corrector de Word. Característica que, en tomos del tamaño que nos ocupan, pueden achacarse al apremio editorial. Da la sensación de que el mainstream devora a los autores, y los convierte en maquinas de hacer páginas, a costa del reposo y el tiempo necesario para madurar la fruta. Estos libros, aunque se hayan convertido en best-seller en número de ventas, poseen características que les alejan del producto adocenado para consumo rápido.
Zafón posee indudable talento narrativo, aunque su voluntario estilo decimonónico y su trazo gótico, le alejan sintácticamente de aquellos. Ojala todos los best-seller manejaran el lenguaje con esta precisión, dominio y amor por el texto, aunque en ocasiones peque de cierta desmesura en su búsqueda por saturar la frase, o de vaguedad en el adjetivo. Los antihéroes que habitan estas páginas se acercan al lector debido a su mundanía vocacional, gracias a su bonhomía galopante. Incluso en relatos de tinte claramente fantástico como El Juego del Ángel, consiguen mantenerse a flote en una realidad de posguerra, oscurantista (y oscura), donde incluso para vencer los más ocultos demonios se echa mano de un estilo farandulero y optimista. Actitud literaria que consigue aligerar los cientos de páginas de estos tochos, que se devoren con avidez y sin cansancio ocular excesivo. Esta Barcelona oscura, de un goticismo húmedo, ocultando misterios ignotos como el Cementerio de los Libros Olvidados; que ya quisieran haber fraguado algunos de los que denostan al autor. Esa geografía única, en donde habitan taimados inspectores franquistas, elegantes Mefistófeles solicitando almas, cándidas señoritas-bien; que no son tales; es uno de los aciertos de estos vademécums literarios. Muy por encima de la perdida de fuelle literario, o la vocación explícita de explotar la gallina de los huevos oro de El Prisionero del Cielo, creado con profusión de diálogos, y querencia de guión cinematográfico, queda la capacidad para atrapar al lector en las pesquisas cotidianas y el calado humano de los protagonistas. Quedan esos colofones de impacto. Esos epílogos, que se impregnan en la piel, como el que consuma El Juego del Ángel. Tan sólo por esto, ya merecería un lugar privilegiado en nuestra literatura. Si algún autor niega que hubiera deseado firmarlo, miente con premeditación y alevosía.