«La balada de Buster Scruggs» o los hermanos Coen en el Oeste
El crítico André Bazin escribió que el western cinematográfico fue el fruto del cruce entre una mitología que moría pero aún viva y un medio de expresión que nacía y crecía. Desde entonces, cuando ya hace mucho que el viejo Oeste es territorio de fantasmas, la simbiosis ese encuentro sigue generando cine de muchísima altura, por mucho que sea el género que más veces ha sido enterrado. Y Netflix, que claramente apuesta y gusta del género, nos regala una de esas raras piezas que únicamente parecen al alcance del western: «La balada de Buster Scruggs», escrita y dirigida por Joel y Etan Coen.
No es la primera vez que los hermanos Coen han transitado por los territorios de la frontera. «Arizona Baby» «El Gran Lebowski» (cuyo narrador era un espectral vaquero) o la despiadada caza del hombre (uno de los pilares del género) narrada en «No es país para viejos» fueron muestras más que brillantes de su interés por esa mitología. Y llegó su remake de «Valor de ley», una obra maestra plano por plano, y con uno de los duelos finales más electrizantes de la historia del western dentro del respeto y el rigor más fiel a su fuente de origen (como hicieron con la novela de McCarthy). Aunque «La balada de Buster Scruggs» es, desde el minuto uno, un viaje al cada vez más hermético mundo de los Coen ahora haciendo suyos esos mitos, y caerá sin remedio en esa zona de nadie entre los que creen que los consideran unos autores de títulos geniales pero también de insufribles fiascos, y esos otros a los que fascina su obra en general por lo que tiene de personal, de inclasificable, de ingobernable, de audaz, de verdadera autoría sin importar la película de la que se hable.
Seis relatos conforman este enciclopédico repaso a una iconografía del todo conocida: pistoleros, fugitivos, ahorcamientos, indios, caravanas, diligencias, caza recompensas, buscadores de oro, vaqueros… De nuevo con Bruno Delbonnel (con el que ya trabajaron en «A propósito de Llewyn Davis») como director de fotografía, este tropel de imágenes es filmado de modos muy variados, aunque nada unifica sus tonos, algo que hubiera sido posible de no ser porque cada historia puede nacer y morir donde uno menos se lo espera, lo que a veces le termina dando un aspecto extremadamente artificial, como las ilustraciones que abren cada relato. Intencionado, claro, como cada cosa que hacen los Coen. Y a medida que avanza el metraje, con sus autores pasando del disparate a lo genial o de lo inconexo a lo desconcertante en lo que siempre parece una muy calculada dispersión, queda claro que su obra comienza a traspasar zonas mucho más sombrías de lo que ya empezaba a ser marca de la casa. Que todo comience con el relato que da título a la película es bastante revelador. El cantarín y dicharachero Buster Scruggs, como uno de esos narradores tan queridos por los Coen, desgrana con sus canciones un hilarante episodio de su vida, una historia que acumula una sorpresa tras otra, un festín de gags perfectos que aun se perfeccionan más un instante después, y pasma la cantidad de hallazgos que son capaces de encontrar en la brevedad de este prólogo. No se acaban las risas, ni mucho menos. Pero el resto de lo que se contará dista en mucho de la blanca luminosidad de ese pistolero cantante, protagonista de un duelo que ya entra en la categoría de inolvidable. Y sin recato alguno, los hermanos Coen despliegan todos sus recursos (atropellada o magistralmente) en relatos que se adentran en simas de oscuridad y dolor, un muestrario de brutalidad que por momentos te raja el aliento, manejando con perfección pasmosa los diálogos y mostrando la misma maestría para utilizar el silencio, haciéndonos testigos de asesinatos de insoportable gratuidad, arrojando al espectador a momentos de una tensión muy tenebrosa de los que salen usando la humorada o que prolongan (como la historia protagonizada por Tom Waits) hasta rozar la agonía. Narraciones como la de la caravana aplacan con iconografía clásica lo despiadado de la propuesta, pero su desenlace sube un peldaño en la escala del horror. Y el final del último cuento, y cierre de la película, es decididamente malicioso, son los Coen de nuevo, traviesos, asomándose por una rendija de su obra para remarcar lo calculado de su propuesta y darle otra nueva de tuerca a sus sinsentidos, una invitación a perderse en el misterio, aceptar que lo inexplicable aniquila la razón sin miramientos. Es su juego. Son sus reglas.
El resto, como en cada cada película de los Coen: un reparto más allá de lo perfecto increíblemente bien dirigido y el compositor Carter Burwell (cuya banda sonora es una maravilla) que ya es como la piel de sus películas.
Está claro que «La balada de Buster Scruggs» no será una de esas grandes obras de los Coen. Pero es, sin duda, una de esas que los hace cada vez más grandes.