Sangre y tango I

Por Julieta Destefani

—¿A qué venís si no bailas? —Me dijo la vieja que bailaba mucho y con todos. Calle Córdoba, viernes a la noche. Milonga en Buenos Aires— Te ponés esos zapatos que no son tuyos, se nota cuando pisás. Le bajás la mirada a todos, así no vas a mejorar. Te vi el otro día con tu vieja por acá y bailaste con Eduardo toda la noche. Un maestro Eduardo ¿eh?… ¿Tampoco hablás?

—Me gusta escuchar las letras y ver cómo bailan con los ojos cerrados—Respondí sin saludarla.El respeto del saludo, por lo visto, no estaba en sus códigos.

—Después somos las viejas las aburridas entre los jóvenes. Vení… vení dale no te hagas de rogar que a vos te queda feo. Sentate con nosotros en la mesa. Hacé lo mismo si querés, pero no sola… parecés loca mala.

Sin saber si esas juntas me jugarían a favor, me fui a la mesa de Evarista, ochenta primaveras y más milongas que historias por contar. Vieja copera, canchera y mi nona de adopción. Descolado mueble viejo, le decían en la mesa mientras ella parafraseaba el tango Mano a mano. Yo venía saliendo de una rinofaringitis… las anginas de siempre, solo que ahora parece que le habían cambiado el nombre. Me atacaba de a ratos esa tos que pica y no te queda otra que toser. Segundos —que Dios quiera no sean minutos— de tos que parece que se te va a salir un pulmón.

—Paloma… como tosías aquel invierno al llegar.

Me habló Roberto, el marido de Evarista. No me habló, me cantó. Nos pusimos a hablar de ese tangoLa que murió en París y me convidó una copa del vino que había en la mesa.

—¿De dónde sos? Tenés tonada…

—De Mendoza— Le dije orgullosa.

—Ah… el viaje de las Estercitas. ¿Viniste a buscar una vida nueva a Buenos Aires? ¿Algo diferente, que te llene, te de vida, te saque de las obligaciones familiares, y te lleve a la fama?

—No se si quiero fama, pero sí… un poco sí.

—¿Y qué hacés en una milonga un viernes y sola?

—Me gusta venir a escuchar letras y ver cómo bailan. Roberto… ¿qué quiere decir esodel viaje de las Estercitas?

No alcanzó a responderme que Evarista, revolucionando los códigos de la milonga, lo sacó a bailar de una cabeceada hacia la pista al arrullo de un tango compadrón. Le dio tiempo para fondear la copa y arrancar. Me roban las sonrisas de la noche estos dos…

Yo también bailé un rato, con un fulano, el “shofica” de la milonga. Más tarde me enteré que significaba elegante y rufián. Para mala suerte de dos por cuatro, no podía contener la tos. Él me apretó fuerte contra su mejilla y dejé de toser, pero cuando me daba espacio para los ochos, se me estiraba el pecho y la muy puta volvía. Otra vez me abrazaba y la tos se comprimía. Su perfume “Polo”, seguro ese de caja verde que usan los viejos, se mezclaba con el mío. No le iba a quedar pegado como a mí, yo usaba uno de esos que se venden en las farmacias, baratito no más. Carlos se llamaba el sofisticado caballero, me recomendó algo para la tos y no bailó conmigo la siguiente tanda.

Caminé las siete cuadras hasta mi casa pensando en el tango que cantó Roberto …“Muchachita criolla de los ojos negros tus labios dormidos ya no han de cantar // Paloma, como tosías aquel invierno al llegar, como un tango te morías en el frío boulevard…”.

Volví el viernes siguiente a la milonga con la esperanza intacta de que se acordaran de mí, cuaderno en mano, buscando con la mirada la mesa de Evarista y Roberto. Ya sabía lo que quería decir el viaje de las Estercitas, y un poco más también, pero tenía preguntas para ellos. Mi tos no había cesado. Entre las extensas horas de trabajo en la fábrica, las noches, el humo y el alcohol, no había descanso para este cuerpo enfermo.

Mi viernes fue igual a los de siempre. Esa noche, Horacio, el que ponía música, hizo sonar Medianoche. “Que solo me siento… que ganas de llorar”, cerraba el tango con la música de Aníbal y la letra de Gagliardi. Sonaron también La cotorrita de la suerteYa sale el tren y otra vez La que murió en París. Las letras me decían algo más, había una historia que debía ser contada, para no ser olvidada. ¿Cómo llegó el tango hasta acá? Algunas letras me transportan, al cerrar los ojos, en una sensación fluida de paseo por mis venas. ¿Solo yo las siento así? ¿Por qué la única palabra que se me viene a la cabeza con los compases es sangre, sangre, sangre, sangre? ¿Existen las vidas pasadas y la conexión de ellas con las actuales?¿Seré yo la musa de la mala pata de Oliveri, la muchachita enferma y flaca…?

Toso. Toso y pienso. Sigo tosiendo y escupo sangre.

En la milonga, comenzaba a sonar “Margot” cantada por Julio Sosa. Nos vamos un ratito a Buenos Aires de 1922.

Desde lejos se te juna, pelandruna abacanada que has nacido en la miseria de un cuartucho de arrabal, porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada, la manera de sentarte, de charlar, de estar parada, o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal // Es mentira no fue un guapo aragán ni prepotente ni un cafisio veterano el que al vicio te largó, vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente, berretines de bacana que tenías en la mente, desde que un jailete de cajetilla te afiló”. Este tango habla de Margarita, una jovencita de barrio que para buscar una vida viajaba a la vorágine metropolitana y cosmopolita de la ciudad, llegando al cabaret. La carga erótica del centro se fue gestando con el tiempo y estuvo muy marcada por el tango. Producto cultural híbrido nacido en los arrabales de la ciudad, que recrea pasos del candombe y otros bailes de los “negros” porteños y muestra la masiva presencia de inmigrantes. Tanto el tango para los hombres como el cabaret para las mujeres, se volvieron los caminos rápidos hacia una vida diferente. “Yo me acuerdo no tenías casi nada que ponerte, hoy usás ajuar de seda con rositas rococó. Me revienta tu presencia, pagaría por no verte si hasta el nombre te han cambiado, como ha cambiado tu suerte… ya no sos mi Margarita. Ahora te llaman Margot”

Le pedí a Horacio que pusiera “Milonguita” cantada por Carlos Dante. Quería escucharla para escribir esta parte. En este tango aparece la famosa Ester, otro avatar del ascenso social, de los éxitos y los fracasos de la época.

“¿Te acordás, Milonguita? Vos eras la pebeta más linda e’Chiclana, la pollera cortona y las trenzas y en las trenzas un beso de sol. Y en aquellas noches de verano, ¿Qué soñaba tu almita mujer, al oír en la esquina algún tango chamuyarte bajito de amor? // Estercita, hoy te llaman Milonguita, flor de noche y de placer, flor de lujo y cabaret. Milonguita, los hombres te han hecho mal y hoy darías toda tu alma por vestirte de percal”.

Cobraron el apodo de Estercitas, todas aquellas chicas de barrio que terminaban en cabaret. Algunas con más clientes, otras con más enamorados, mejores ropas, mejores hoteles y mucho champagne de Armenoville. Una vez adentro del cabaret, ya no eran más Estercitas sino “Milonguitas”.

Pero había algo más entre el tango y el cabaret. Algo ocultaban y unían las letras de Beso de muerte, Carne de cabaret, Adiós muchachos, Ya sale el tren, Medianoche, Griseta, Milonguita y Margot. Las palabras muerte, mujer, tos y sangre se volvían claves. El poeta Nicolás Olivari en 1926, escribió “Es la ciudad quien las vuelve monstruosas y enfermizas” y es que entre 1917 y 1930 la tuberculosis era una enfermedad desconocida “que contagiaban las mujeres”; en esa época se creía que esta enfermedad era el castigo que recibían, por irse de las casas y alejarse de las buenas costumbres.

La tuberculosis no fue barrera para que existieran también las historias de amor, volviéndose así una enfermedad pasional.

Sangre y tango, unidos en las letras más sentidas que terminan con un pálido final.

—¿Vas a escribir toda la noche? Te busqué la mirada desde que llegué, pero no levantas la vista vos… —Dijo un fulano que se sentó en mi mesa.

—No, gracias. No bailo, estudio sociología. Estoy armando mi tesis —Me divertía cambiarme los oficios y ser todas las noches de milonga, una Murray diferente.

—Bueno, no bailamos sino queres. Mi abuela está en la mesa de allá. Me mandó a decirte que parecés loca mala, que te vengas con nosotros.

Miré a Evarista y sonreí, también estaba Roberto. Que viejos éstos, llegar a la cuatro de la mañana… Junté mis cosas y me dirigí hacia ellos. El nieto, aún sin nombre, se ofreció a llevar mi mochila. Se sorprendió del peso… tenía la compu y algunos libros.

—¡Nena! ¡Que concentrada estabas! —Dijo Eva, con entusiasmo. Roberto me miraba con el pucho en la boca.

—Si, lo estaba. Creo que se me contracturó la espalda. Por suerte el baile descontractura… —dije mostrando mi mejor mueca pícara a los ojos del nieto.

—Ah, ahora sí bailas….

Me extendió la mano, la tomé suave y sentí de su parte una fuerza, que me atrajo hasta su pecho. Cerró el abrazo sin preguntar y reconocí casi a ojos cerrados el perfume a Lord Cheseline que tenía en el pelo. Su mejilla afeitada y prolija le hacía de colchón a la mía y mi codo, casi en su hombro, dejaba a la suerte el roce de las bocas. Inmediata conexión la de nuestros torsos al bailar, no me dejó perder el eje y me llevaba… como me llevaba.

—Me llamo Mina.

—Shh… ya vamos a tener tiempo para hablar.

Continuará…

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