Una isla, un país. Tierra negra
Amanece temprano. A las siete y media ya luce el sol, espléndido, y a las seis y media se acuesta. Así es que a las siete y media Abimael Koczinsky abre los ojos, se da una ducha, se arregla la barba y el bigote y baja por las escaleras de madera a desayunar a la cafetería del hotel Puffin.
A los puffin ya no se les espera. Los simpáticos pájaros frailes, o frailecillos, de grandes picos anaranjados y andares torpones, como los pingüinos, dejaron las costas de Islandia en agosto y no volverán hasta el próximo año.
Mientras Abimael Koczinsky va picoteando de un buffet libre que le depara alguna sorpresa (el zumo de naranja, por ejemplo; unas galletas con pasta de vainilla en su interior; los panecillos de pan de centeno y semillas para untar mantequilla salada únicamente, porque lo que parece mermelada es queso con sabor a paprika) cuenta los chinos que desayunan, una multitud, y mira por la ventana el luminoso día que ha quedado después de la lluvia y el vendaval de la noche anterior.
Ha subido tanto la temperatura que hasta hace calor. O eso le parece a Abimael que luce una simple camiseta negra de manga corta cuando carga el equipaje en el Hyundai gris. Encaramada en una de las lomas que domina el pequeño pueblo de Vik, seguramente una abreviatura de vikingo pero más probablemente bahía, ve su iglesia de paredes blancas y campanario rojo picudo, y a ella se dirige en su coche, pero se le han adelantado un grupo de chinos que se hacen selfies desde todos los ángulos posibles. Desde la atalaya eclesiástica se dominan los impresionantes acantilados cortados a pico y cubiertos de verde hierba y las columnas de Reynisdramgar, esculturas volcánicas de perfiles aserrados y negros que emergen de aguas tempestuosas, la playa de arenas negras batida por un mar espumeante y las casas dispersas de esa pequeña población de 300 habitantes que tiene una gasolinera en donde venden de todo, pequeños comercios en los que comprar ropa de la lana esquilada de las numerosas ovejas islandesas, alguna casa de huéspedes, que se abarrotan en verano, y nada más.
Observando las montañas volcánicas que arrinconan Vik contra el Atlántico, cambia de parecer con lo que pensaba el día anterior, de que Islandia le recordaba a Lanzarote. Con ese verde esmeralda que hoy lucen los montes volcánicos que rodean Vik, seguramente debido a la radiación espectacular del sol, unos aserrados y otros con forma de cono volcánico, le recuerdan las de Hawai pero sin cocoteros.
Decide averiguar qué se esconde detrás de los impresionantes acantilados de Reymosfjöru y desanda en su Hyundai parte del camino de la noche anterior para tomar una pequeña carretera, la 215, que sale a la derecha y le lleva hasta Reynisfjara, más conocida como la Playa Negra. Deja el coche en el aparcamiento (al lado de demasiados vehículos, piensa Abimael que anhela contemplar la belleza en soledad) y camina por una gigantesca playa de arena negra volcánica que brilla como si fuera brea y bate con fuerza el mar borrando constantemente las huellas de sus paseantes.
Del centenar de turistas que invade ese precioso arenal como si fuera un parque temático, la mitad son chinos, y para su estupefacción Abimael descubre entre ellos otra pareja que decidió también casarse en Islandia. La novia, abrigada con anorak, arrastra la cola del vestido de novia que ya no es blanca.
Al pie de los acantilados de Reynisdrangar, en dos oquedades gigantescas que parecen las capillas de una catedral gaudiniana, descubre nuestro viajero la famosa y curiosa formación de columnas de basalto poliédricas, regulares y perfectamente esculpidas, que son una de las principales atracciones de la zona. Los turistas trepan por ella, se sientan en las que lo permiten y se hacen selfies de la hazaña. No comprende el discreto Abimael Koczinsky esa obsesión por dejar constancia gráfica de que uno ha estado en un lugar salvo la de concitar la envidia de los que no han estado.
Huyendo de la multitud narcisista, nuestro viajero deja las columnas basálticas detrás y camina por la orilla hacia la izquierda, donde se acaba la playa porque las paredes del acantilado la cierran, a una prudente distancia de donde rompen las traicioneras y brutales olas serpiente, que tumban, arrastran y luego engullen a sus víctimas, tan peligrosas como las de la playa de Cofete de Fuerteventura. Coincide en su paseo, alejándose de la muchedumbre, con fotógrafos japoneses armados de sofisticados artilugios y drones con cámaras que bien pueden acabar en el mar por el vendaval que sopla. Sortea el cadáver desplumado de una enorme gaviota, medio enterrada en la playa, y se detiene ante dos gigantescas estatuas de negra roca volcánica a pocos pasos de la orilla que las olas y el viento han ido moldeando, una delgada y de aristas afiladas, la otra un perfecto cono, las únicas visibles de ese curioso conjunto de crestas rocosas que viera antes desde la iglesia de Vik.
El mar golpea con furia la playa, aplana, como si fuera una apisonadora, la arena negra, deposita, aleatoriamente, plantas marinas en forma de cintas que vomita de sus entrañas. Regresa sobre sus pasos Abimael luchando contra el viento, hacia las multitudes que se hacen selfies, maldiciendo no haber cogido el anorak de Alaska que también es forro polar, porque el frío, con el viento que sopla, se le está metiendo entre las costillas, y mira, lejano, un impresionante muro de piedra negro al que el oleaje de millones de años ha abierto un arco de medio punto perfecto. Decide aproximarse a esa bella obra de arquitectura natural y toma de nuevo el coche.
No está tan cerca como parece. Los sentidos engañan. Debe serpentear por la misma carretera que ha dejado, alejándose más de Vik, y tomar la 218 que pasa orillando la laguna salada de Dyrhólaós y sube luego un ligero promontorio desde el que Abimael Koczinsky, si hubiera estado alojado en él, podría haber subido al faro reconvertido en un pequeño hotel rural con capacidad para cinco personas. No lo hizo porque no lo sabía. Dormir en un solitario faro es una de sus asignaturas pendientes.
La vista desde ese mirador natural es perfecta. La laguna salada Dyrhólaós desagua en el mar a través de un estrecho brazo que separa el promontorio de la Playa Negra. Distingue a lo lejos los acantilados de Reynisfjail, las capillas de columnas basálticas en donde los turistas seguirán haciéndose selfies y sus peculiares esculturas que la mitología islandesa convierte en trols, al final de la playa. Desde el segundo mirador, al otro lado, una playa negra batida por las olas y sobrevolada por bandadas de gaviotas y charranes, y ese muro perfecto que se adentra en el mar con su perfecta puerta de medio punto, la isla de Dyrhólaey.
Mientras se extasía con sus visiones de una naturaleza bella e indómita y el viento le abofetea la cara, se hace un par de reflexiones el viajero. Una: el hombre no ha inventado absolutamente nada relevante porque en la naturaleza está todo, hasta el arco de medio punto que esculpen las olas durante millones de años. Dos: si Dios existe, Islandia es su obra maestra.