RUMANIA, más allá de Drácula
Iglesias de madera de Maramures
Extraña y sorprende Rumanía. No me habían hablado bien del país y lo que había leído en la preparación del viaje tampoco invitaba a un optimismo desmedido. Estaban las famosas iglesias de madera, las joyas en forma de monasterios pintados en la zona de Bucovina, las ciudades medievales del interior de Transilvania. Y estaba Drácula, el mito del chupasangres en torno a Vlad, el empalador. ¿No era suficiente motivo para el viaje? Por supuesto. Por eso nos embarcamos. La sorpresa no estuvo aquí –que también, pues no es lo mismo ver unas fotos que recorrer un lugar-, sino en los descubrimientos posteriores, en el paisaje siempre verde, en la lluvia que nos visitaba cada tarde, en los pueblos que recorrimos, en la amabilidad de la gente.
Rumanía no tiene buen predicamento entre nosotros. Oyes la palabra rumano y tintinea en el aire un deje peyorativo. Y de violencia, de trapicheos, de gente de poco fiar. Y hay de todo, como en botica. Buena y mala gente asoma tras cada esquina en cualquier rincón de cualquier país, incluido el nuestro. A pesar de todo, ese deje permanece de forma subliminal. Un error. Rumanía posee unas características propias, unas formas de ser y pensar, costumbres, religión… Económicamente acarrean un retraso de años y su adaptación al capitalismo les llevará mucho tiempo para siempre estar en desventaja. Para que unos vayan en burro otros han de ir a pie, una historia eterna.
Empezamos el viaje. Tras aterrizar en Cluj Napoca, nos espera un recorrido de varios días en torno a Transilvania y los territorios de Maramures y Bucovina, centro y norte del país. El medio más adecuado para realizarlo, el coche. Desconozco la posibilidad de hacerlo en transporte público, pero aparte de su mal funcionamiento y la lentitud, llegar a los pueblos que queríamos visitar hubiera resultado más que improbable. El primer objetivo era recorrer las iglesias de madera diseminadas por la región de Maramures. Sufrimos la mala señalización de los lugares y el estado bailarín de las carreteras, pero admirar cada una de estas iglesias nos repone, por sí mismas, de cualquier contrariedad. Patrimonio de la Humanidad. Majestuosas, de porte elegante. Una luz en mitad del territorio. No es necesario que estén situadas en lo más alto del pueblo para brillar. Construidas en madera por completo, pintadas en su interior con temas religiosos. Levantadas en los siglos XVI o XVII, aunque en la actualidad siguen construyendo con la misma técnica y los mismos materiales como pudimos comprobar en Sapantza.
Visitamos las de Rogoz, Surdesti y Dosesti. Quizás por ser la primera, la de Rogoz me puso los pelos de punta. Aunque hubiera sido la última también me los hubiera puesto, la verdad: una delicia. Todas están divididas en tres partes: donde oficia el Pope, el lugar de los hombres y al final, el de las mujeres (lo que me hizo recordar la de mi pueblo, aunque allí las más cercanas son las mujeres y no hay arcos de separación). Al día siguiente, la de Barsana, Poienile o Ieud. Un lujo. Casi todas ellas se sitúan en el interior de los cementerios, un lugar sin las connotaciones tétricas de occidente. En ocasiones, puede uno encontrar la iglesia cerrada, aunque suele haber un número de teléfono para llamar. Los guías hablan inglés y son muy amables. Pagar un euro -5 lei- por contemplar esta maravilla suena a risa, pero así es. Iglesias de madera o bisericas de lemn, en rumano. Cualquier halago se queda corto ante estas joyas rurales.
Contradicciones de la vida, fueron levantadas porque los invasores austro-húngaros querían impedir a los rumanos asentamientos definitivos y les prohibían construir en ladrillo o piedra. De ahí que las viviendas sean de madera, al igual que las iglesias. Ahora, sin embargo, como atracción turística de primera categoría que son, contribuyen a fijar población por el auge del turismo y su incidencia en cada uno de los pueblos.
Antonio Tejedor García