«Ha nacido una estrella»: la hilaridad en concierto
A pesar de su título, «Ha nacido una estrella», uno de los estrenos destacados de la semana, parece más centrada en inspirarse en la versión de 1976 (con Kris Kistofersson y Barbra Streisand) que en los dos títulos anteriores (dirigidos por William A. Wellman el primero, y por George Cukor el segundo), algo que sería muy de aplaudir si se pensase que el respeto obligaba a esa decisión. Pero la triste verdad es que ni tan siquiera llega a la altura de su predecesora, que por lo menos hizo que algunos discos se vendieran y que Paul Wiliams se llevara un Oscar a su casa. La doble historia de alguien que se precipita desde las alturas del éxito y de la persona que ama, quien se dirige directamente hacia esas cimas, supone un contrapunto dramático sobre el que se articula la base del soberbio melodrama original, y cuesta entender cómo tantos años después, con la desolación creativa que parece anegar los cines, aquellos que buscan ponerlo al día lo único que logran es reducirla a un simple artificio, uno más del montón.
Supone el debut como director del también protagonista y co-autor del guion, Bradley Cooper, a lo que se añade el primer papel protagonista de Lady Gaga en la gran pantalla. Y quizás este hubiese podido ser un vehículo para su lucimiento. Pero Cooper director no tarda en quedar prendado de Cooper actor, ejecutando un ejercicio de narcisismo desbocado, un compendio de primeros planos que harán felices a sus seguidores más incondicionales, aunque pueden cortar la digestión del espectador más curtido. Lady Gaga concentra todo su empeño en dinamitar su imagen de diva, y despliega todo un recital anti cosmética para consolidarse como una actriz que, de momento, no es (a ver si no termina añadiendo parecidos a la»ambición rubia», y el cine también le queda grande).
Cooper bascula con insólita torpeza entre los trazos del cine independiente y el desahogo de una gran producción. No hay en todo el metraje un detalle propio, algo de personalidad, de humanidad, de honestidad en este descenso al infierno del amor. Una postal tras otra. Un tópico sobre otro tópico. Una gramática visual tan gris y apática como las canciones, en teoría, las otras grandes protagonistas, pero que terminen yéndose por el mismo desagüe, por mucho que Lady Gaga se desgañite, mientras Cooper se refugia en el susurro.
La brutal tristeza de la pieza original se asfixia en este batiburrillo de imágenes ideales para San Valentín.
Eso sí, como comedía, no tiene desperdicio.
Es lo que tiene abrazarse al ridículo.