«Robin Williams: Come Inside My Mind»: en los abismos del humor.
La todopoderosa HBO parece no arrendarse ante nada. Ni a nivel ficción («Juego de Tronos», «True Detective» o «Los soprano» ya dan idea de su ambición) , ni a nivel documental, donde sigue apostando por una calidad en la producción y una complejidad en los tratamientos más propias del cine independiente que de una cadena que busca seguir siendo una de las más vistas, y la vez, de las mejor valoradas. En especial sus documentales sobre actores o directores (o sobre el mundo del cine en general) son excelentes, aunque ninguno se acerque siquiera a este extraño «En la mente de Robin Williams».
No es mérito de su directora, Marina Zenovich (muy curtida en estas lides tras sus documentales dedicados a Richard Pryor o a Roman Polanski), porque es precisamente ella la que termina llevando su película muy lejos de lo que parece prometer el título. Pero el protagonista es Robin Williams y tal la cantidad de material inédito que ha conseguido la directora, que hasta parpadear puede hacer que te pierdas alguno de esos paseos por el extrarradio de la locura. De esa locura de la que tantas veces no hay escapatoria. De esa locura en la que tienes que apagarte para que el mundo se encienda.
Williams siempre manifestó tanto su admiración como su hondo afecto por el neurólogo y escritor Oliver Sacks, al que conoció durante el rodaje de «Despertares». Desde entonces, era muy frecuente que el actor teorizase sobre qué ocurre durante el proceso creativo (en su caso, el de la interpretación y el humor), tratando de explicar los mecanismos que le permitían acceder a esos torrentes de ingenio desbocado que siempre fueron su marca. Según sus propias palabras «la mente humana es una glándula de kilo y medio que activa neuronas constantemente y que lucha contra sí misma respondiendo a cada estímulo que recibe». Cuatro años después de su muerte, la exploración que él hizo de su propia mente se hace más grande que su leyenda. El teatro, las actuaciones en locales nocturnos y el fervor hacia la improvisación se alzan como los verdaderos afluentes de su talento que el cine supo aprovechar con tanto acierto. Pocos humoristas han llegado tan lejos, y tal y como muchos reconocen públicamente en este documental, la mayoría admite que no había forma humana de seguir su paso, que se acababan los límites, que se avecinaba lo imposible. Se improvisase lo que se improvisase, él ya estaba poniendo en marcha decenas de ideas nuevas.
De hecho, «Robin Williams: Come Inside My Mind» arranca con las propias palabras del actor invitándonos a entrar «en los dominios de la mente humana». Y así es, un viaje de vértigo. Pero únicamente cuando vemos y escuchamos a Williams. Hasta el más aplicado de sus seguidores se quedará boquiabierto con la cantidad de material inédito que se pone en juego. Es abrumador. Y el resultado, puro Williams. Y su fascinación por el proceso creativo. El problema es que la directora, más pronto que tarde por desgracia, intercala detalladas precisiones sobre su vida personal. Y en algún caso, aparte de conocer mejor al hombre, ayuda mucho a comprender al artista. Pero no es capaz de mantener la distancia. Al final, su tono se impone, y rompe la misma esencia del documental, que es precisamente no dramatizar. Solo documentar. Y decepciona que incline tanto la narración hacia un final ya conocido. La tragedia no es que se suicidará. La tragedia fue que un genio del humor había muerto. La tragedia, como sucede en todas partes, fue que alguien al que se quería había desaparecido. Subrayarlo difumina lo perturbador de un periplo humano que parecía situarse siempre más allá de cualquier extremo.
Por fortuna, elude de un modo contundente casi todo referencia a su obra cinematográfica (aunque en eso también ofrece momentos excepcionales nunca vistos), y rebusca entre el material más vivo, menos pautado que quepa pensar. Quizás uno de los recuerdos que mejor refleja lo acertado de esa elección, prueba incontestable de lo que un creador puede hacer en el momento menos previsto, ocurrió en 2003, durante la ceremonia de entrega de los premios Critics Choice. Williams estaba nominado por «Retratos de una obsesión». Pero los otros dos eran Jack Nicholson y Daniel Day-Lewis. Y de pronto, salta la sorpresa. Por primera vez en la historia de los premios, el del mejor actor se otorgaba a dos actores. ¡Un empate! Casi no tuvieron ni que decir sus nombres. Day-Lewis y Nicholson subieron al escenario. Pero ese otro inclemente talento que se llama Jack Nicholson, en vez de soltar su discurso, le pidió a Robin Williams que subiera y lo diera por él. Lo que pasó a continuación está a la altura de muy pocos, de nuevo al caos, todo patas arriba, la hilaridad campando por sus fueros. Al ver a Day-Lewis, hermético hasta en público, incapaz de contener su risa uno se acuerda de esa definición con la que los humoristas, entre ellos, solían usar para hablar de Williams: él único hombre que había hecho reír a John Houseman, que había reír al mismísimo Buda.
Creando.
No es el viaje a la mente que uno hubiera deseado, pero es un verdadero desafío redescubrir a Robin Williams, no ya como actor, o como ser humano, o como artista, o como un cómico de los que son realmente inclasificables. Es un trayecto sin retorno a los territorios de la creación, sin artificios, sin trucos, sin mañas, de un hombre honesto y muy generoso. Un viaje que a veces asusta más de lo que divierte. Tratar de explicar el pensamiento de quien no pasó ni un segundo de su vida sin dar un salto al vacío es complicado.
Y duele constatar lo herido que estuvo siempre.
Aunque eso no lo alejase en momento alguno de la certeza de que no existe en la vida nada tan fascinante y misterioso como el proceso de crear.
Ni siquiera cuando ya no eres capaz de salir de los abismos que tú mismo has ido inventando.