Happy End, de Michael Haneke
Pronunciar el nombre de Michael Haneke (Munich, 1942) es hablar de uno de los grandes maestros del Séptimo Arte, una de las personalidades más brillantes del cine europeo digno heredero de Ingmar Bergman, Roberto Rosselini o Carl Theodor Dreyer. El galardonado con el premio Príncipe de Asturias conmociona y crea controversia con cada una de sus sesudas películas que se inscriben dentro del drama social; sus imágenes provocativas quedan prendidas en la retina del espectador durante mucho tiempo porque la filmografía del austriaco invita siempre a la reflexión post visión y sus historias misántropas son de las que no se olvidan. Michael Haneke es un hobbesiano compulsivo que hurga en la capa más oscura de la humanidad.
Happy End, título irónico, su última película tras la desgarradora Amor, podría ser la continuación de ésta: tiene sus mismos protagonistas encarnados por los mismos actores, pero el austriaco introduce el humor vitriólico en sus siempre rompedoras imágenes (hay secuencias grabadas en vertical con un teléfono móvil; chats subidos de tono en Messenger de Facebook entre Thomas Laurent (Mathieu Kassovitz) y su amante concertista (Loubna Abidar); una paliza con cámara fija y distante) para radiografiar la decadencia y las tensiones implosivas en el seno de una familia burguesa francesa de rancio abolengo cuyos miembros no encajan entre sí, ni tan siquiera Eva (Fantine Arduin), la niña de 13 años hija del primer matrimonio de Thomas que entra a formar parte de ese clan desavenido al morir su madre.
Michael Haneke construye un film relativamente menor con su singular forma de narrar siempre alejada de la convencionalidad cinematográfica y hasta con algún guiño a la provocación del Dogma —la singular performance con emigrantes subsaharianos con los que el hijo rebelde Pierre (Franz Rogowski) intenta dinamitar la boda de su madre Ana Laurent (Isabelle Huppert) y Lawrence Bradshaw (Toby Jones) —porque también el drama migratorio está presente en la película del austriaco que sitúa el film en un lugar emblemático de la política europea: Calais.
Ver al gran Jean Louis Trintignant encarnando al minusválido patriarca de la saga familiar George Laurent e Isabelle Huppert en el papel de Ana Laurent, su hija y heredera, ya justifica el visionado de Happy End. De forma excepcional en su filmografía sesuda y tenebrista, el director de Funny Games se toma un descanso de sí mismo y se permite rasgos de humor y autoparodia en este retrato de una familia decadente que personifica en su descomposición la vieja Europa.