FUEGO, 144, POR ANTONIO COSTA GÓMEZ
FUEGO, 144
Allí vivió Gabo durante treinta años mientras no estaba dando vueltas por el mundo entero. En ese México del que quedó fascinado desde que Álvaro Mutis le hizo leer “Pedro Páramo” y le presentó a Juan Rulfo, el escritor callado que habla del fuego de la memoria. Y luego su gran libro empezará por convertirlo todo en memoria y refracción en el tiempo desde esa primera frase que es casi tan famosa como la del Quijote. Iba con su familia hacia Acapulco y de pronto en el coche le vino la historia entera a la cabeza y tuvo que regresar y se pasó tres meses escribiendo en su habitación mientras su mujer vendía hasta los electrodomésticos para que pudieran comer.
La casa está detrás del Estadio Olímpico Universitario que decoró con relieves Diego Rivera. Muy cerca de la Universidad Nacional de México, cuya biblioteca parece una caja gigantesca cubierta de cosmogonías rojas. En el barrio del Pedregal, bajando por la infinita avenida Insurgentes, al sur de la ciudad inmensa. Fue una de las primeras cosas que quisimos ver en Ciudad de México, a pesar de que no se podía ir en transporte público. Tuvimos que ir en un taxi, pero valía la pena. No era una atracción turística, nadie iba allí, pero para nosotros era apasionante, y nos gustan las cosas que no son turísticas.
La casa es modesta, de una sola planta, no como los palacios de los poderosos, aunque Gabo llegó a alcanzar un poder considerable, desde que pasaba hambre en Barranquilla. Hay una buganvilla desbordada como el estilo de “Cien años de soledad” que cubre los ventanales enrejados del suelo. Encima cuelga un farol enorme para dar iluminación de novela a la casa. Más arriba hay una especie de pequeña grúa para izar paquetes como la de las ciudades bálticas que no sé qué sugerencias novelescas ponía allí. Encima del garaje unos jarrones enormes sugieren borracheras de literatura o abundancias tropicales o generosidades. La hiedra se come todo el muro lateral lleno de hojas. Macetas desbordantes se disparan en el suelo. O sea, es una casa sencilla pero apasionante y llena de reminiscencias.
Consuelo llama al timbre, insiste en que salga alguien como siempre, no se resigna a no entrar. Contesta una empleada que dice que está sola, que no está autorizada a abrir la puerta. Consuelo estaba dispuesta a conversar con la viuda de Gabo, a contarle un montón de anécdotas macondianas, a decirle que estuvimos hablando con la familia en Cartagena de Indias. Cuando planeaban matar a Gabo él se refugió en México y aquí urdió su literatura espléndida y mágica. Y encima en Colombia le echan en cara que se fuera. E incluso querían que arreglara las miserias de su pueblo natal, como si era fuera la labor de los escritores.
Estamos allí, estamos emocionados, estamos en la casa del autor de “ Cien años de soledad”. Muchas veces yo planeé entrevistar a Gabo en México, teníamos contactos familiares para conseguirlo, teníamos promesas de revistas. Aunque él estaba ya harto de esas cosas, ni siquiera le hacía mucho caso a su biógrafo Gerald Martin. Pero se ha muerto y ahora hemos llegado tarde, como me ocurre con tantas cosas, y esta visita es una nostalgia, y tiene tanto de emoción como de lamento. Pero siempre la nostalgia en realidad es una pasión.
Un árbol gigantesco extiende sus brazos a la izquierda, como para abrazar con sus ramas la casa o entrar en conversación febril con ella. Y más jarrones se esconden en lo alto del muro, jarrones de color cárdeno, de color de carne o de tierra, hechos de carne del tiempo como sus novelas. Gabo, a diferencia de su coronel, sí que consiguió que le escribieran, que le escucharan en todas partes. Y en la casa se nota la pasión de él y la reserva de su mujer , Mercedes Barcha que parece mirar por los visillos tras las ventanas con rejas. Su mujer fue un personaje novelesco, más misterioso y fascinante que los personajes de “Cien años de soledad” o “El amor en los tiempos del cólera” o los atrapados por el destino en “Crónica de una muerte anunciada”. Ella sola es una novela que apenas se ha escrito.
Y después nos vamos un momento a la universidad, en la Biblioteca Universitaria se despliega todo el dramatismo cósmico de las culturas mexicanas. No hay lugar para el vacío en ese tumulto de figuras que claman desde la enorme caja. Unos ojos sin rostro parecen mirarnos sin límites desde lo alto de la pared, y en ese potente bunker con pequeñas aberturas parece atrincherarse la Cultura, como diciendo : no acabarán con nosotros. Con razón la Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad.
Vagamos un poco entre los árboles y hay unas enormes piedras con ojos tiradas por el suelo. Como diciendo que la cultura de verdad está conectada con el cosmos, como insinuando que la creación está engarzada con la naturaleza y crece como los árboles. Al atardecer parece un misterio la infinidad de piedras tiradas y silenciosas en mitad de los árboles, como palabras contundentes depositadas en el suelo, como avisos del universo caídos sobre la universidad de México. Como para subrayar la conexión inveterada de México con los dioses trágicos que inspiraban a los vivos y los muertos. Y miramos la biblioteca detrás de los árboles dibujada delante del firmamento para indicar el impulso del hombre debajo de las estrellas. Y el dinamismo infinito de México. Ese dinamismo que atrajo e inspiró a Gabo, que al final fue tan mexicano como colombiano. Porque ya Juan Rulfo lo había convencido de que allí incluso los muertos están vivos, incluso la memoria late tanto como la experiencia.
ANTONIO COSTA GÓMEZ
FOTOS: CONSUELO DE ARCO