Lucky, de John Carrol Lynch
Si existe un cine crepuscular y testamentario me viene a la cabeza Vidas rebeldes de John Huston, película en la que el director norteamericano tuvo la habilidad de reunir a tres actores moribundos (Clark Gable, Montgomery Clift y Marilyn Monroe) y perpetrar con ellos una de esas obras maestras que no se le borran a uno de la retina. Algo parecido hizo Ingmar Bergman cuando cogió a los protagonistas de Secretos de un matrimonio, Erland Josephson y Liv Ullman, y les hizo interpretar treinta años más tarde Zarabanda, un cántico al adiós a la vida: fue el último film de su intérprete masculino.
Harry Dean Stanton es (porque el séptimo arte proporciona eternidad) uno de los grandes secundarios del cine norteamericano a pesar de su físico, o quizá precisamente por él, poco convencional. Con un director alemán, Wim Wenders, compuso seguramente el mejor personaje de su carrera cinematográfico por el que será recordado: el desolado y perdido Travis que recorre el desierto en busca de una mujer, Natasha Kinski, en Paris-Texas. En Lucky uno tiene la sensación de que Harry Dean Stanton es consciente de que se está poniendo por última vez ante las cámaras y personaje y actor están compartiendo su último aliento.
Lucky es frágil, anciano, vive solo y tiene sus ritos cotidianos que le mantienen con vida: tabla de gimnasia casera sobre el suelo de su vivienda mientras sube el café; rasurado ante el espejo aunque ya no le crezca la barba; una llamada a un teléfono que no contesta (¿Un hermano que murió? ¿Una antigua novia?); mirar los concursos de la tele; rellenar los crucigramas después de comer en el restaurante del orondo Joe (Barry Shabaka Henley); y tomarse un bloody mary con hoja de apio cada noche en el bar del pueblo con sus amigos Howard (David Lynch), Fred (Tom Skerritt) y Elaine (Beth Grant) con los que intercambia sentencias de filosofía barata. Lucky afronta los últimos días de su vida en ese pueblo desolado y desértico, cuyos habitantes se convierten en su única familia—la hispana Bibi (Bertila Damas), le invita a la fiesta de Primera Comunión de su hijo y Lucky se arranca a cantar en español con los mariachis—, y se permite un postrer gesto de rebeldía: encender un cigarrillo en el local de sus amigos.
John Carroll Lynch (Boulder, 1963), actor secundario de presencia contundente al que hemos visto en películas como Fargo, Zodiac o Gran Torino, se pone tras la cámara por primera vez y construye esta impecable radiografía de la soledad alrededor de su protagonista absoluto, ese Lucky frágil que a veces tiene terror a un futuro que se achica hasta lo insoportable. Toma el director un personaje sencillamente inane, carente de atractivo personal, del que nada sabemos salvo su soledad absoluta, su soltería y que combatió en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial; es su circunstancia (le falta el refugio de la religión de la mayoría de sus compatriotas; carece de familia) lo que lo hace cinematográficamente atractivo. Lucky recuerda, en bastantes aspectos, a Nebraska, aunque el talento cinematográfico de John Carroll Lynch quede muy por debajo del de Alexander Payne.
A la opera prima de John Carroll Lynch le perjudica un aire de sitcom, con escasa chispa —la anécdota alargada de la mascota perdida de Howard (David Lynch), la tortuga Thomas Jefferson, que se cierra con un plano lynchiano de un rojo inquietante en el que Lucky, con el rótulo “exit” sobre su cabeza, busca la salida del bar de sus amigos—, y una factura televisiva que arrastra en todo su metraje. David Lynch, aquí actor, se encuentra por última vez con Harry Dean Stanton veinte años después de que el primero dirigiera al segundo en Una historia verdadera, la película más atípica del director de Terciopelo azul y con la que esta Lucky podría estar emparentada. Cine que se retroalimenta. Si ustedes cogen un fotograma de Harry Dean Stanton de Paris-Texas y lo superponen a otro de Lucky verán que coinciden: el escenario es idéntico (el desierto texano), la actitud de los personajes (perdidos), la misma y solo cambia lo accesorio: el sombrero.