«Un lugar tranquilo»: la tiranía del silencio
Desde su brutal arranque, «Un lugar tranquilo» sobrecoge.
Complicada de abordar al amparo de una simple etiqueta, esta obra magnífica y singular es tan compleja en su propuesta que reducirla a un género es desentenderse de su enorme fuerza, pasar por alto su profunda tristeza. Y partiendo de una premisa tan sencilla como fascinante: en un mundo desolado, cubierto de muerte y abandono, una familia debe sobrevivir bajo una única regla, que no es otra que no emitir sonido alguno pase lo que pase. Cualquier ruido por mínimo que sea logra que lo extraños seres que ahora pueblan nuestro planeta se lancen sobre aquel que se delata, y lo despedace sin motivo aparente, pues no devoran a sus víctimas. Solo las aniquilan con una violencia desmedida.
Sin embargo, aquello que sobre el papel podría erigirse como motor para una película de terror, es reconvertido por John Krasinski (director, protagonista y también co-guionista) en un fascinante ejercicio de cine, jugándoselo el todo por el todo en una obra prácticamente muda de principio a fin (y hasta lo que se dice, bien pudo no ser dicho). Krasinski apaga todo artificio y cualquier casquería o truco para convocar espanto, y filma con inesperada maestría el día a día (con sus insalvables rituales) de esa aterradora forma de existencia, donde incrustarse en el silencio es la única esperanza de seguir con vida. La historia está tan bien ideada, tan sabiamente hilvanada, que no necesita abusar de la presencia de los hostiles invasores para mantener al espectador en un perpetuo estado de tensión. Los detalles familiares generan suficiente ansiedad y angustia como para poder prescindir de la amenaza hasta su tramo final. Un solo detalle para mostrar los abismos a los que se llega a asomar el relato. La madre (impresionante Emily Blunt) está embarazada. ¿Y cómo se puede dar a luz sin emitir ni un solo sonido?
Es evidente que Krasinski (que no se cansa de declarar que a él el género de terror no le interesa lo más mínimo) fija su mirada en la cohesión familiar, en esos lazos (silenciosos también, aunque sean gritos amordazados en esa despiadada soledad) que determinarán al final la entrega y el amor con el que todos deben enfrentarse a una batalla perdida de antemano. Un gran acierto. Porque el contraste entre el relato interior (tan íntimo y delicado, tan hondo en su tristeza) y su marco de destrucción acaban conformando un contraste del que resulta imposible desentenderse.
Aunque su extraño desenlace, que rompe el contenido ritmo con un inesperado tono irónico, hace que finalmente la película se adentre en los siempre fascinantes territorios de lo fantástico, lo que abre la puerta a múltiples y muy interesantes lecturas, una vez el escalofrío personal haya desaparecido.
Lo dicho.
«Un lugar tranquilo» sobrecoge.
Y no deja de ser una más que inteligente advertencia sobre estos tiempos en los que cualquier intento por abandonar el silencio donde se nos ha enjaulado puede transformarse en la más aterradora de las pesadillas.