Alma mater, de Philippe Van Leeuw
Las nuevas guerras, a partir de las dos mundiales, son contra la población, Los civiles, y no los militares, se llevan la peor parte en los conflictos. Algunos, para lavar una conciencia de la que carecen, ocultan las bajas civiles bajo el eufemismo de daños colaterales, un cajón de sastre en donde cabe de todo, desde un hospital o una escuela bombardeada a una familia que iba a celebrar una boda y fue confundida por un grupo armado. Los estrategas militares consideran que para doblegar la resistencia de una población debes destruir sus casas, robar sus pertenencias, violar sus mujeres y diezmar las familias. Así funciona el terrorismo de estado.
De todas las guerras provocadas por la intervención occidental, la de Siria es la que todavía perdura y no tiene visos de acabar hasta que todo el país sea una ruina humeante. Los siete años de agónico conflicto entre el régimen sirio y la variopinta oposición, que muchas veces hacía bueno al dictador Al Asad (las oscuras andanzas de ese califato del ISIS que golpea el norte de África y también Europa y ahora está, afortunadamente, en horas bajas), arrojan un saldo de muertos superior que la devastadora invasión del Trío de las Azores de Irak. La injerencia rusa, iraní y la turca, que se emplea a fondo contra los insurgentes kurdos, complica mucho más el panorama. En este caos sitúa el belga Philippe Van Leeuw (Bruselas, 1954) su dramática histórica tras haber tratado otro conflicto sangriento, el de Ruanda, en El día que Dios se fue de viaje. En Siria tampoco está.
Alma Mater, quizá sería más explícito su título original Una familia siria, podría ser muy bien un documental sobre la vida cotidiana bajo la guerra en una ciudad siria cualquiera devastada por los bombardeos aéreos y los francotiradores. Una madre, Oum Yazan (Hiam Abbas) esa alma mater fuerte y decidida del título, sus hijas, el novio de una de ellas, su anciano padre, su criada Delhani (Juliette Navis) y la vecina Halima (Diamand Bou Abbod) con su bebé, cuyo piso ha saltado en pedazos, sufre el asedio de la guerra en su casa, la única que resiste en un edificio medio en ruinas por los bombardeos y que se niega a abandonar. De la casa fortaleza sólo salen para ir a buscar agua y en ella permanecen ocultos de los milicianos y de los desalmados que al socaire del caos roban, violan o matan.
El director belga retrata con una encomiable economía de medios esa realidad desoladora. La guerra no se ve, porque está fuera de plano, sino que se escucha en esa sinfonía de disparos y explosiones que rompe el tenso silencio a diario. Nadie sale de ese habitáculo claustrofóbico desde el que se atisba la destrucción por la ventana. La tensión hace mella en ese grupo de civiles asediados cuando el marido de Halima, la mujer que tiene un bebé de días, es alcanzado por un francotirador y Oum Yazan le oculta la noticia. Hay veces que para salvar a todos (la violación que sufre Halima para que los saqueadores no descubran al resto del grupo) hay que abandonar a alguien a su suerte.
El film claustrofóbico, que bien podría representarse en un escenario teatral, se cierra con un primer plano desolador sobre la cara cuarteada del abuelo que fuma impertérrito en la galería de la casa y no parece tener ya fuerzas para exigir el fin de ese conflicto eterno. Sin excesiva violencia, sin apenas sangre, sin visualización de ningún combate ni la escabrosidad de la muerte en primer plano, Alma Mater es un alarido, uno más, para que paremos ese holocausto que está reduciendo Siria a cenizas.