Mario Álvarez: visiones de la pérdida

La naturaleza visible de un largo poema en prosa se cumple en la narración poética de un periodo de tiempo, conectada a lo invisible a través de las dislocadas ideas de exilio y pertenencia, la búsqueda espiritual de formas de ver sin ser vistos, los niveles de participación que conducen a la exclusión. Un diálogo, en definitiva, con el inconsciente. Escribimos sabiendo que no es posible volver, pero eso no altera nuestra sed de regreso. Todo poema es potencial. Su plenitud es palpitante. La noción de obra completa es una quimera; un verso no escrito es una pérdida incalculable.

Todo lo que registra por escrito Mario Álvarez Porro (Sevilla, 1977) está en proceso de irradiación y transformación. Su enfoque es terrenal, involucrado; texturas, olores, pasión, placer y deseo están siempre presentes. Sin matiz alguno de violencia, la suya es una literatura de celebración. Sus interacciones simpáticas y antagónicas comparten las mismas reglas: interpretan mientras enfocan. En su más reciente poemario, Fragmento de la nada (Ediciones en Huida, Colección Raro Pegaso, 2018), a través de la inmediatez del lenguaje coloquial, de una prosodia consistente, se logra traducir la conversación en lírica, se vislumbra el movimiento, la inquietud del exilio, el mapeo del mito.

A pesar de las formas pre-establecidas y el artificio necesariamente literario, una pasión, que no se atasca en la sensibilidad de la forma, discurre a través de la coherencia técnica de la primera sección del libro “estrella moribunda”, notable en su proyecto acumulativo: “no conoce descanso el corazón/ estrella moribunda/ desmoronándose hacia su interior”. Se combinan líneas métricas y no métricas con secciones en verso libre, otras se acercan al verso blanco, otras son claramente prosa. La alineación es alivio y denotación de múltiples unidades de significado, aliento y ritmo, porque “tampoco importa/ su incompatibilidad con la vida/ reduciéndolo al fondo/ mientras la nada/ no le deja salida”. Abren las ideas nuevos caminos para el desarrollo del lenguaje, mientras el impulso poético incurre en la comprensión humana.

Gestos y sinceridad, cruces entre lo obvio, confrontaciones con los implacables aumentos permean “Camino de la nada”, segunda parte. El control del lenguaje que ejerce el autor de Negociando el dolor (2011), es férreo, sobre todo a nivel de enunciado, aunque también extrañamente delicado: nunca va más allá de los territorios en los que conserva su dominio, “el sur/ como una absoluta/ desolación/ culminación de la nada”. El impacto de los volúmenes individuales y discretos comprenden momentos únicos. Trabajan las esperanzas como subtexto: “si se anochece el lenguaje/ si las palabras se agotan/ yo seguiré siendo el mismo/ nadie/ la poesía/ la poesía ya es otra”. Nada didáctico o retórico, el poeta es observador de lo accesorio.

Los volúmenes individuales de la tercera sección, “Perfecta anomalía”, se pierden en el torbellino del verso. La iluminación de los subtextos y las conexiones que surgen de los poemas es evidente. Pero tienes que reconstruirlos: “allí donde no hay nada/ de donde nada escapa/ ni siquiera la luz/ aún hoy no es mañana”. Su visión está marcada por visiones de la pérdida en construcciones conscientes que, a pesar de su autoconciencia, se subdividen en términos sentidos, en poemas-bloque de construcción fundamentales. El proceso que la voz describe está en sintonía con el aspecto de lo abrumado por las circunstancias líricas: “me aferro a ese dolor/ que es fe de vida/ pero no/ promesa de salvación”. El poema es destino y fatalismo, mientras analiza y se compromete de forma consistente.

Chamán o vidente: mito, pensamiento o concepto, el poeta de La palabra en llamas (2013), atiende, en la cuarta parte, que da título a la colección, a los detalles, desde lo microscópico hasta lo galáctico, mientras se integra en una visión más amplia: “nadie nos dijo nada/ y aun así/ asumimos el vértigo”; sus poemas casi palpitan con su sentido de la vida, la fecundidad, la creación y el crecimiento: “quizá de mí no quede nada/ tan sólo estos fragmentos/ palabra mal cicatrizada/ fragmento de fragmentos/ fragmento de la nada”. Se fusionan presagio y profecía, se enfrentan el fatalismo de la herencia cultural y social, la facilidad con la que las cosas se olvidan, o se desplazan de la memoria al estar asociadas a una sombra.

La última sección, “De lo que no se nombra”, interpreta la memoria en tensiones entre la máquina de construcción humana y la intertextual. Logra la escritura incorporar lo real a su discurso, la estética no excluyente al lenguaje común. No deja de aprender mientras se eleva: “lo que no se nombra/ puede que no exista/ y aun sin existir/ duele sin herida”. Su identidad está formada tanto por lo no dicho como por lo dicho. Se enfrenta al silencio en libertades de observación, decodificación y descifrado: “cómo nombrar lo que sólo se siente/ con qué palabras o con qué silencios/ si no es desde la misma sangre/ que aún permanece caliente”. Uno tiene la sensación de que, para Mario, ser poeta es una necesidad absoluta, total. No requiere excusas. Esa confianza permite el despliegue del lenguaje y las formas siempre tangenciales que nos permiten interpretar ideas, eventos u otras literaturas.

La poesía es un arte falible. Todo poema es, acaso, la traducción imperfecta de sus logros. Lo que has terminado es, apenas, vislumbre de la obra completa, extraña combinación de lo personal y lo comercial. Algunos poetas trascienden el lenguaje con el que trabajaban. Inmersos en la belleza y la complejidad de su lengua materna, esgrimen palabras a modo de extensión del camino que recorren. La agudeza de las percepciones del poeta de Fe de horizonte (2015), su fusión del concepto y la técnica, hacen que el poema, esa versión defectuosa, se eleve al nivel de idioma. Con sus tonos aparentemente controlados, su voz a menudo neutral, Mario Álvarez explora esas raras zonas liminales donde el lenguaje y la idea se unen.

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