EN DINAN, EN LA CASA DEL ARPA
Consuelo tocó el arpa en el Museo del Arpa en Dinan y todo parecía propio de arpistas. Había arpas de distintas partes del mundo, era en la parte de arriba del edificio, y estábamos en el corazón de Dinan. Y toda la ciudad me pareció en algún momento como una música de arpa, como la balada de un arpista en la Edad Media.
Estaba el caballero dormido en la piedra en medio de uno de los soportales. Como si toda la ciudad estuviera también dormida pero llena de vida, llena de sombra pero también de vibración. Estaban las callejuelas estrechas con paredes de madera y balcones repletos de flores y tabernas que llevaban hasta un fondo impensable. Estaban los bancos en mitad de los soportales y las plazas cerradas por donde las multitudes de turistas casi se convertían en música. Estaban las casas que extendían sus piernas sobre la calle abrigando a la gente. Estaban sus cuentos de pináculos y ventanas azules y tejados salientes.
Estaba aquella calle que descendía casi vertical hacia el río, donde los carteles de otra época señalaban tabernas legendarias, y la casa del gobernador lucía sus entramados y sus celosías y sus columnas de madera con capiteles de cabeza de toro. Estaban todas las calles arpistas del recinto amurallado. Estaban las murallas con sus tejidos de arcos, como si hacer la guerra no fuera óbice para mantener la hermosura. Estaba la torre del Reloj como una locura gótica, como una bruja espigada con un cucurucho encima.
Estaba la iglesia de San Salvador , su mezcla loca de estilos, la fachada como un gablete con dientes, las fantasías traídas por los cruzados de Oriente. Sus arbotantes impetuosos, sus vitrales llenos de historias, su órgano de pirámides verdes. Sus serpientes haciendo el amor o la guerra en los capiteles, sus camellos charlando, sus dragones pensativos, sus herrerías floridas. Sus arquerías ciegas y sus columnas montadas sobre animales. Todas sus fantasías y sus entusiasmos del corazón de la Edad Media.
Estaba el barrio del río, con su puente arqueado, sus galerías colgando sobre el agua, los barcos que salían hacia Saint Malo. Estaba ese lirismo de casas triangulares sobre el agua, de terrazas bullidoras sobre el río, de puentecillos secretos. Y la bicicleta con un sombrero rojo y una alcachofa apoyada contra una puerta. Y la ventana con puntillas proustianas y luces vagabundas en los reflejos. Y la puerta de subida a la ciudad que parecía una cara nariz coqueta con ojos asombrados.
Todo en la ciudad era como escuchar el arpa. Dicen que Bertrand Duguesclin defendió la ciudad con todo ímpetu contra los ingleses. Que en el tapiz de Bayeux aparece asediada por Guillermo el Conquistador. Que los productos de sus telares subían por el río Rance hasta el mar y hasta todos los países. Que allí nació Jean Rochefort, el actor al que tanto admiro desde que le vi sus papeles de melancólico apasionado en “El marido de la peluquera” y “El perfume de Yvonne”, que siempre parece viejo pero siempre sigue lleno de vida. Y era todo como estar en el corazón de la Historia, en lo más íntimo de la Historia, con eso que queda cuando se toca el arpa.
Nos sentamos un rato sobre el césped en la calle Leconte de l´Isle, la calle que bordea por el norte la muralla. Hay recintos entre las piedras, hay entradas secretas a la ciudad, hay árboles al lado de los grises del granito. Hay una torre con arcos como una tabernera gorda. Hay un monumento a los luchadores de la Resistencia. Y es adecuado pensar en Francia, para mí esta ciudad reúne todo el encanto de Francia, todo el hechizo que hay que defender de Francia.
Luego nos fuimos a la estación de tren y también tenía un estilo mágico, con un cruce de fachadas triangulares, con un reloj con sombrero en lo alto de una torre sobre una galería, con unas manecillas que adensan el tiempo delicadamente encima de los trenes, con unos aleros que protegen a los viajeros y los recogen en la sombra. La hizo un arquitecto en los años treinta con recuerdos del gótico. Y dentro hay un mapa de la ciudad en mosaico, como para convertir la ciudad en un pensamiento. Y al lado hay un museo del tren. Y en el camino hacia allí también hay torres atrevidas y galerías sutiles y el antiguo Buffet de la Estación con símbolos del infinito y puertas azules.
Bajo un ventanal de la iglesia de San Salvador se ve un capitel inútil, que no remata ninguna columna, que es solo un verso de piedra, un pensamiento, un capricho puesto debajo de la ventana. Se ve a un viejo con los ojos enormes, con la nariz melancólica, con un bigote infinito. Este hombre está pensando, es un puro pensamiento, o un puro sentir, el sentir para siempre. Sus ojos nos miran desde la hondura de la música, desde el secreto del pasado, desde lo más oscuro de la vida. Parecen escuchar el arpa, y escucharnos a nosotros y decirnos que escuchemos. Su cuello se divide en varios cuellos, en algo torturado y misterioso. Algún escultor apasionado y anónimo de la Edad Media quiso comunicarse con nosotros, quiso decirnos para siempre que hay que sintetizarlo todo, que hay que recoger lo más intenso de la vida con lo que aporte un arpa, con lo que profundice un arpa.
ANTONIO COSTA GÓMEZ
FOTOS: CONSUELO DE ARCO