«Tres anuncios en las afueras»: contra el olvido.
Mientras regresa a su casa en coche, una mujer (Frances McDormand) observa junto a la carretera tres vallas publicitarias abandonadas mucho tiempo atrás. Y tiene una idea. Las alquila y manda colocar tres gigantescos carteles (el primero, «Violada mientras moría», el segundo «¿Todavía ningún arresto?» y el tercero «¿Cómo pasó, Jefe Willoughby?»), con los que pretende denunciar la pasividad de la policía a la hora de resolver el asesinato de su hija, ocurrido un año atrás, y aún sin tener la más mínima pista a la que aferrarse.
Con una premisa tan cercana al desasosiego absoluto, no parece que haya mucho margen de maniobra que no se ajusten al brutal y desolador arranque propuesto. Pero esta la tercera película que escribe y dirige Martin McDonagh, y del autor de «Siete psicópatas» y «Escondidos en Brujas» uno puede esperar cualquier cosa, porque sabe que cualquier cosa puede ocurrir. Y lo que casi parece planteado como un puzzle a resolver, cuya resolución final despeje la abisal tragedia íntima y colectiva que supone un suceso así, McDonagh toma el camino contrario, y poco a poco irá desgajando, una a una, las piezas de esa imagen inicial, hasta alcanzar un final que descoloca aún más por su contundencia. Contenido en la dirección, sin las alharacas visuales que se presuponen en nuevos autores que busquen prestigio o reconocimiento a su singularidad, es en su guión donde McDonagh muestra el arrojo, su originalidad, donde apuesta el todo por el todo. Acribillar esta película con etiquetas sobre géneros es condenarla. El desparpajo y la seguridad con la que se pasa de la comedia a lo trágico (y además, sin sobrepasarse, sin subrayados, sin picos narrativos más altos que otros, sin que la mezcla termine separando los ingredientes) son tan ajustados y precisos que no se tarda mucho en dejar de lado las expectativas porque la película jamás abandona esa delgada línea floja por la que transita con paso seguro y sorprendente. Cada secuencia es en sí misma un logro, sin atender a si es más trascendente o no que otras. Y sólo nos limitaremos a seguir la onda expansiva provocada por la intrusión de esas tres vallas, sin sospechar siquiera lo humano de su alcance, la profundidad de su incisión.
Como todo dramaturgo que logre afianzarse en el cine, la otra gran baza con la que cuenta, además del guión, son los actores. Y aquí nadie se libra de llevarse su matrícula de honor. Desde Sam Rockwell (¿se puede mejorar lo inmejorable?, él suele hacerlo), pasando por un fantástico Woody Harrelson, o Peter Dinklage (quien tiene toda la pinta de ser de los pocos actores que se puede salvar de la quema de talentos que está suponiendo «Juego de Tronos», cuyos protagonistas viven glorias efímeras en las gran pantalla). Aunque, claro, Frances McDormand está de vuelta en un papel protagonista (después de su aclamada interpretación para televisión en la serie «Olive Kitteridge»), y faltan adjetivos para celebrar su regreso. Que este año se lleva el Oscar será un hecho complicado de rebatir. Su asombroso talento va más allá de lo perfecto. Y no hay un solo momento de la película donde uno no quede hechizado por su manera de abordar los personajes. Pocos actores pueden hacerte reír a la vez que te hacen añicos el corazón, y todo ello usando un mismo gesto. Ella sí que está hecha de la materia con la que se construyen los sueños. Porque ella sí está hecha de cine.
Por motivos que este cronista desconoce, la película se está equiparando con «Fargo», de los inclementes hermanos Coen. Extraño error. Más allá de compartir protagonista y compositor (Carter Burwell) no es nada sencillo encontrar similitudes entre estos dos trabajos. Y además, empieza a cansar esta costumbre de remitirlo todo a lo multirreferencial. Desde «Escondidos en Brujas», Martin McDonagh debe ser muy consciente de que sus obras terminarán en ese extraño limbo de las «películas de culto», y «Tres anuncios a las afueras» tiene todas las trazas de acabar en el mismo sitio, con independencia de que haga más o menos ruidos en los premios.
Martin McDonagh juega en su propio mundo. Y su mundo es original.
Sólo hay que leer atentamente estos tres carteles para constatarlo.