La infancia de Cristo en «Vida de Jesús» de François Mauriac
Selección de Teresa R. Hage
Vie de Jésus
[1936]
François Mauriac
(Traducción de F. Oliver Brachfeld, Plaza & Janes, 1985)
«El Cristianismo reside esencialmente en Cristo, más en su Persona que en su doctrina. Así pues, los textos no pueden desvincularse de Él, sin que pierdan al instante su sentido y su vida. Toda la sagacidad de los críticos, toda su paciencia y su lealtad han podido prestar, y en efecto los han prestado, eminentes servicios para el estudio material de los libros en los que la Iglesia primitiva compendió su creencia. Tales cualidades de los críticos no hubieran podido, sin la fe, ayudarles a penetrar en la vida interior de los textos, comprender la continuidad, el movimiento y el misterio que encierran bajo el Esplendor de la Presencia que constituye el alma de los mismos.». (Maurice Zundel)
LA NOCHE DE NAZARET
Bajo el reinado de Tiberio César, el carpintero Jesús, hijo de José y María habitaba el pueblito de Nazaret, del que no se habla en ninguna historia, y al cual las Escrituras nunca nombran: un puñado de casas excavadas en la roca de una colina, frente a la planicie de Esdrelón. Subsisten aún los vestigios de aquellas grutas. Una de ellas ocultaba aquel niño, aquel adolescente, aquel hombre, entre el obrero y la Virgen. Allí vivió aproximadamente treinta años, no en un silencio de adoración y amor: Jesús vivió en medio de todo un clan, entre los chismorreos, los celos, los pequeños dramas de un parentesco numeroso, unos galileos devotos, enemigos de los romanos y de Herodes, y que en su espera del triunfo de Israel solían dirigirse a Jerusalén en las festividades.
Estaban, pues, allí desde los comienzos de su oculta vida, todos los que en el momento de sus primeros milagros, pretendieron que desvariaba y hubiesen querido asegurarse de Él; los que el Evangelio nos nombra: Jacobo, José, Simón, Judas… Hasta qué punto se había formado muy parecido a todos los demás niños de su edad, lo prueba sobradamente el escándalo de los nazarenos cuando predicó por primera vez en la sinagoga. No los engañó con buenas palabras: «¿No es el carpintero —decían— el hijo de María, y sus hermanos (sus primos) no se hallan aquí entre nosotros?» Así hablaban de Él las gentes de la vecindad que le vieron crecer, o con quienes había jugado y cuyos encargos Él solía antes ejecutar: era el carpintero, uno de los dos o tres carpinteros del pueblo.
Y, no obstante, como todos los talleres de este mundo tan bajo, a una hora determinada, éste se oscureció a su vez. Puerta y ventana estaban cerradas sobre la calle. Los tres habitantes de la casa se quedaban a solas en el cuarto, en torno a una mesa en la que se colocó el pan. Un hombre llamado José, una mujer llamada María, un muchacho llamado Jesús. Más tarde, cuando José hubo abandonado este mundo, el hijo y la madre se quedaban uno frente a otro, esperando.
¿Qué se decían? «Pues María conservó todas estas cosas en sí misma, y volvía sobre ellas en su corazón…» Este texto de Lucas, y aun otro del mismo evangelista: «Y su madre conservaba aquellas cosas en su corazón…», no sólo prueban que recibió de María todo cuanto él conocía de la infancia de Cristo; atraviesan con un trazo de fuego la oscuridad de aquella vida de tres personas, y luego de dos, en el humilde taller de carpintero. Desde luego, la mujer no podía olvidar nada del misterio que se había consumado en su carne.
Mas, a medida que transcurrían los años sin que se cumplieran las promesas del ángel anunciador, otra mujer que no hubiese sido ella lo hubiera sin duda olvidado todo, pues las profecías eran oscuras y terroríficas. Gabriel había dicho: «He aquí que concebirás en tu seno y parirás a un hijo y le darás el nombre de Jesús. Será grande; se le llamará hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reino no tendrá nunca fin.»
El niño llegó a ser un adolescente, un joven, un obrero galileo inclinado sobre su banco de trabajo. No era grande; no se le llamaba hijo del Altísimo; no tenía trono alguno, sino tan sólo un escabel, en el rincón del fuego de una pobre cocina. La madre hubiera podido dudar… Pues bien, he aquí el testimonio de Lucas: «María conservaba aquellas cosas e incansablemente volvía sobre ellas en su corazón.»En su corazón: las conservaba sin entregarlas a nadie. Acaso ni siquiera ante el Hijo… No podemos imaginarnos conversación alguna entre ellos. Pronunciaban en arameo las palabras ordinarias de las pobres gentes, las que designan los objetos usuales, los útiles, los alimentos. No podían haber palabras para lo que se había cumplido en aquella mujer. La familia, en silencio, contemplaba el misterio. La meditación de los misterios comenzó allí, en aquella sombra de Nazaret en donde la Trinidad respiraba.
En la fuente, en el lavadero, ¿a quién hubiera hecho creer la Virgen que lo era y que había dado a luz al Mesías? Mas, en el decurso de aquellos quehaceres, nada la distraía de contemplar su tesoro en su corazón: la salutación del ángel, las palabras pronunciadas por primera vez: «Yo te saludo, llena eres de gracia, el Señor está contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres…» y que serían repetidas miles de millones de veces por los siglos de los siglos… Esto no lo ignoraba la humilde María, ella, que, pertenencia del Espíritu Santo, había profetizado un día, ante su prima hermana Isabel: «Todas las generaciones me proclamarán bienaventurada.» Después de veinte años, después de treinta años, la madre del carpintero, ¿cree aún que todas aquellas generaciones han de proclamarla bienaventurada? Se acordaba del tiempo de su gravidez, del viaje al país de las montañas, a una ciudad de Judá. Había entrado en casa del sacerdote Zacarías, que era mudo, y de Isabel, su esposa. Y el niño que aquella anciana llevaba en sus entrañas se había estremecido, e Isabel había exclamado: «Bendita tú eres entre las mujeres…»
Veinte años después, treinta años después, ¿se cree aún María bendita entre todas las mujeres? No ocurre nada, y ¿qué le podrá suceder a aquel obrero abrumado, a ese judío que ya no es muy joven, que sólo sabe cepillar tablas, meditar la Escritura, obedecer y rezar?
¿Subsiste todavía un testigo entre aquellos que asistieron antaño a la manifestación de Dios, desde el comienzo, en aquella noche bendita? ¿Dónde estaban los pastores? ¿Y aquellos hombres sabios, familiarizados con los astros, venidos de allende el mar Muerto para adorar al Niño? Todavía la historia del mundo parecía someterse entonces a los designios del Eterno. Si César Augusto ordenó el censo del Imperio y de las tierras vasallas como era Palestina en los días de Herodes, fue para que una pareja siguiera el camino que conduce de Nazaret a Jerusalén y a Belén, y porque Miqueas había profetizado: «Mas de ti, Belén de Errata, pequeña en cuanto a tu rango entre los clanes de Judá de ti nacerá el soberano de Israel…»La madre envejecida de aquel obrero carpintero buscaba en el fondo de la sombra a los ángeles que en los días que siguieron al de la Anunciación no habían cesado de llenar su vida. Fueron ellos los que durante la noche santa mostraron a los pastores el camino de la gruta y el fondo de aquellas tinieblas en donde el Amor temblaba de frío en un pesebre, prometiendo la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Fue asimismo un ángel quien había ordenado a José durante un sueño que cogiera al Niño y a su madre y huyera a Egipto para escapar a la cólera de Herodes… Mas, desde el regreso a Nazaret, el cielo se había cerrado de nuevo y los ángeles habían desaparecido.
Era preciso dejar que el Hijo de Dios penetrara profundamente en la carne de un hombre. De año en año, la madre del carpintero hubiera podido creer que sólo había soñado de no haber permanecido continuamente en presencia del Padre y del Hijo, recordando y volviendo a recordar en su corazón las cosas cumplidas.
El ANCIANO SIMEÓN
Tan sólo de uno de aquellos acontecimientos se esforzó acaso en apartar su pensamiento. Hubo una palabra pronunciada en el Templo que, en determinados instantes, tal vez sintió la tentación de olvidar. En el cuadragésimo día después del nacimiento del Niño, habían regresado a Jerusalén para que María fuese a purificarse y para presentar a Dios a aquel hijo varón que le pertenecía, como todos los primeros hijos, y a quien era preciso rescatar al precio de cinco sículos. Y he aquí que un anciano llamado Simeón había tomado al Niño entre sus brazos. Y de pronto, desbordó de alegría en el Espíritu Santo: Que el Señor le deje irse en paz, ya que sus ojos han visto la Salvación, la luz que iluminará las naciones, la gloria de Israel… Mas, ¿por qué súbitamente, el anciano se volvió hacia María? ¿Por qué profetizó: «A ti una espada te atravesará el alma…»?
Jamás aquellas palabras la abandonaron, nunca más: aquella frase, aquella espada. Fue atravesada por ella en aquella hora y en ella se quedó clavada. Y bien sabía ella que sólo podría ser herida en su hijo, que todo sufrimiento, como toda alegría, sólo le pueden venir de Él. He aquí por qué cuanto subsistía en María de flaqueza humana, se alegraba acaso de que los años transcurrieran sin que se disipara la oscuridad de su pobre vida. Tal vez se imaginara que para la salud del
mundo no se necesitaba mas que aquella presencia ignorada por el mundo, ese desconocido enterramiento de un Dios en la carne… y que no debía temer otra espada que la del dolor de permanecer sola entre las criaturas, testigo de ese in-
menso amor.
EL NIÑO ENTRE LOS DOCTORES
Era una vida tan corriente y semejante a todas las vidas, que Lucas, que al comienzo de su evangelio se vanagloria «de haberse instruido exactamente en todo, desde el origen», no encuentra nada que contar acerca de la adolescencia de Cristo, sino el incidente acaecido durante un viaje que para la fiesta de Pascua hizo Jesús a Jerusalén a los doce años de edad, acompañado de sus padres: cuando María y José regresaron a Nazaret, el Niño les había abandonado. Primero creyeron que se había quedado con sus vecinos y allegados, y caminaron sin Él toda una jornada. Luego les invadió la inquietud. Habiéndole buscado en vano de grupo en grupo, desanduvieron asustados lo andado. Durante tres días, creyeron haberlo perdido y erraron por todo Jerusalén.
Cuando lo descubrieron por fin en el templo, sentado en medio de los doctores a quienes sus palabras encantaban, nada estaba tan lejos de su espíritu como compartir la admiración de aquellos, y su madre le dirigió, tal vez por primera vez en su vida, amargos reproches:
—Hijo mío, ¿por qué te has comportado así con nosotros? Tu padre y yo te estamos buscando completamente afligidos…
Y por primera vez Jesús no dio la respuesta que hubiera dado cualquier otro niño; no contestó con el tono de un escolar ordinario. Sin insolencia, pero como si careciera de edad, como si estuviese más allá de todas las edades, les preguntó a su vez:
—¿Por qué me habéis buscado? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Ellos lo sabían sin saberlo… El testimonio de Lucas es formal: los padres no comprendían lo que les decía el Niño. María era una madre parecida a las demás madres, consumida por las preocupaciones y las inquietudes… y, ¿qué madre penetra fácilmente el misterio de una vocación? ¿Qué madre, en determinada hora, no se desconcierta ante ese ser que va creciendo, que sabe perfectamente adonde quiere ir? Mas, predestinada como estaba, iluminada desde el principio, recogía en su corazón lo que la pobre mujer no era capaz de comprender. No obstante, aquellas palabras del Niño debieron de parecerle duras. ¿Le habría dirigido su Jesús otras más dulces, antes de la postrera y suprema dicha desde lo alto de la cruz?
Lucas nos asegura que Jesús era obediente para con sus padres, pero no añade que haya sido cariñoso para con ellos. Ninguna de las palabras que Cristo dirigió a su madre, relatadas por los Evangelios (salvo la última), deja de manifestar duramente su independencia frente a la mujer; como si no se hubiese valido de ella para encarnarse, y había salido de aquella carne y, en apariencia, no había ya nada de común entre ella y Él. A los que se lo advirtieron un día: «Tu madre y tus hermanos están afuera, buscándote…», contestó: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Luego, mirando a los que estaban sentados en torno suyo, añadió «He aquí a mi madre y a mis hermanos. Pues quienquiera que haga la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana, y mi madre…»
Por lo menos hay algo seguro: el niño de doce años le hablaba ya sin dulzura, como si hubiese querido delimitar la distancia entre los dos; de repente, era como un extraño. Por lo demás, basta un apretón de manos, o una mirada para que una madre se sienta amada; y a cada instante, aquella madre volvía a encontrar a su Hijo en el interior de su yo; no tenía que perderle, no habiéndolo abandonado nunca en su corazón. Cristo dispone de toda la eternidad para glorificar a su madre según la carne. Aquí en la tierra, acaso la tratara algunas veces como hace aún con sus esposas, a quienes tiene el designio de santificar y que tras sus rejas, en su celda, o en medio del mundo, conocen a su vez todas las apariencias del abandono, de la soledad…, no sin conservar la certidumbre interior de ser elegidas y amadas.
Aquel Jesús de doce años que fue creciendo en sabiduría, edad y gracia, y a quien al salir de Jerusalén su madre había creído en compañía de parientes y allegados, estaba, pues, entre muchas gentes, artesanos como Él, o labradores, viñadores y pescadores del lago: gentes que hablaban de sembrar, de corderos, de redes, de barcas y peces, o que miraban a poniente para predecir el viento o la lluvia. Sabe, a partir de entonces, que para ser comprendido por unas personas sencillas es preciso emplear palabras que designen cosas que cada día manejan, recogen, siembran y cosechan todos los días con el sudor de su frente. E incluso, lo que rebasa estas cosas, no es comprendido por unas pobres gentes sino por comparación con ellas y mediante analogía: el agua de los pozos, el vino, el grano del jenabe, la higuera, el cordero, un poco de levadura, una fanega de harina; no se necesita más para que los humildes comprendan la Verdad.
EL JOVEN JESÚS
A los doce años un judío ha salido ya de la infancia. Aquel Jesús que asombró a los Doctores debía de ser, a los ojos de los nazarenos, un muchacho muy piadoso y ducho en el conocimiento de la Torá. Sin embargo, entre el incidente del viaje a Jerusalén y su entrada en la palestra, a plena luz, pasarán dieciocho años, los más misteriosos. En efecto, la infancia es a veces tan pura que el niño Jesús resulta imaginable; pero, ¿y el joven Jesús el hombre Jesús?
¿Cómo penetrar en una noche semejante? Era ya hombre, y salvo el pecado, revistió todas nuestras flaquezas… también nuestra juventud, aun cuando probablemente sin nuestra inquietud, sin nuestro ardor siempre desilusionado y nuestra agitación del corazón. A los treinta años le bastará decir a un hombre: «Déjalo todo y sígueme» para que este hombre se levante y le siga. Habrá mujeres que renunciarán a su locura para adorarle. Sus enemigos odiarán en Él al hombre que fascina y seduce. Los seres que no son amados llaman «seductores» a los otros. Acaso en el muchacho que cepillaba tablas y meditaba la Torá, en medio de un pequeño grupo humano de artesanos, campesinos y pescadores no se manifestaría aún lo más mínimo de un poder semejante sobre los corazones… Mas, ¿qué sabemos acerca de ello? Por mucho que lo cubriera con cenizas, el fuego que había venido a encender en la tierra, ¿no llameaba ya en su mirada y en su voz? Acaso hubo ordenado a la sazón a un joven: «¡No! ¡No te levantes! No me sigas…»
¿Qué se decía de Él? ¿Por qué el hijo del carpintero no tomaba mujer? Sin duda su piedad le protegía. La plegaria ininterrumpida, aun cuando no se manifieste por palabra alguna, crea en torno a los santos una atmósfera de recogimiento y adoración. Todos hemos conocido a seres así, que, ocupados en los trabajos ordinarios, no por ello dejan de permanecer sin cesar en la presencia de Dios…, y hasta los más viles les respetan por un oscuro sentimiento de esa presencia.
En verdad, aquel a quien un día obedecerían el viento y el mar, poseía también el poder de hacer reinar una gran calma en los corazones. Tenía el poder de impedir a las mujeres que se turbasen al verle; apaciguaba las tempestades que se iniciaban, pues de otro modo no hubiesen adorado en él al Hijo de Dios, sino a un niño entre los niños de los hombres.