Ciento noventa espejos, de Francisco Javier Irazoki
Autor inclasificable este Francisco Javier Irazoki cuyos libros, exentos de paja, deben degustarse frase a frase. El escritor navarro (Lesaka, 1954) formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas, y vive en París desde 1993. En las escuelas públicas de Francia, los niños reciben un alimento especial. Son cucharadas verbales y sonoras extraídas de un cuenco llamado Georges Brassens, dice sobre esa Francia adoptiva, epicentro de la cultura europea que lo acoge. Ha publicado los libros de prosa poética Cielos segados, Árgoma, Desiertos para Hades, La miniatura infinita, Los hombres intermitentes, La nota rota, Retrato de un hilo y Orquesta de desaparecidos. Dice a propósito de su último libro Ciento noventa espejos en los que se va mirando: Mis piezas son una especie de soneto en prosa. Con sus penumbras y sus parcelas luminosas
Ciento noventa espejos es un ejercicio de concreción por parte del autor que se obliga a una extensión idéntica para cada uno de esos espejos en los que refleja su opinión y, muchas veces, su admiración por otros. Cada pieza literaria consta exactamente de 190 palabras con las que Irazoki construye un libro tan inclasificable, por lo rompedor, como sus anteriores, sin comas, sin adjetivos, con sustantivos desnudos, con puntos seguidos, construyendo frases hondas, lapidarias, que resuenan en la cabeza del lector y le obligan a una pausa para reflexionar sobre lo leído. Un ejercicio literario de este maestro de la brevedad empeñado en destilar las palabras exactas, ni una más.
La literatura y lo literario se reflejan en un buen número de espejos. Sobre la literatura y lo que considera debe ser. —Creo que la primera clave surge de la falta de atadura. No puede haber cálculo mercantil ni intento de capturar a los lectores mediante trampas estilísticas. El engaño huele. La segunda clave consiste en suprimir lo innecesario. —; sobre personajes literarios por los que siente alguna devoción como Boris Vian, Josep Pla, Mario Vargas Llosa, Jean Genet —Jean Genet colecciona adversidades. Incluso lo condenan por robar libros y, reincidente, está a punto de sufrir cadena perpetua. Pero sale de esas prisiones por la puerta de la literatura. —, Juan Rulfo, Octavio Paz y José Gorostiza —La narrativa de Juan Rulfo, los ensayos de Octavio Paz y los versos de José Gorostiza se prolongan en las palabras que escucho a unos empleados del aeropuerto, a un taxista, a una vendedora de maíz en su colmado. —, Herman Melville —Él, que ha estado cautivo en una tribu de caníbales, intenta con desgana adaptarse a los peligros de la rutina laboral. —, la trágica muerte del autor de Nieve roja que no publicó un solo libro en vida—Sigismund Krzyzanowski murió en 1950. Fue enterrado bajo una nieve densa que borraba los caminos, y nadie sabe dónde se encuentra su tumba. — o los escritores que utilizaron estimulantes —La láudano de Baudelaire o la absenta de Wilde, Rimbaud y Pessoa agitaron inteligencias singulares—.
Sus reflexiones sobre los intelectuales —Por desgracia, no escasean los intelectuales abúlicos. Sus mentes tienen la forma de un sillón de pereza mullida. —, o la incultura hacen gala de una ironía comedida —Hace pocas semanas estuve en España y dediqué unas horas a ver los programas televisivos. Al cabo de tres días tuve la impresión de que los buenos modales y la corrección lingüística eran el camino más corto para ser extravagante. —
Las referencias a artistas de otras disciplinas, músicos, fotógrafos, cineastas y hasta cocineros son brillantes. Leonard Cohen—Sin embargo, Cohen empieza siendo autor de libros. Lee sus poemas en las fiestas universitarias, y a los veinte años publica un volumen de versos. —; el blues—Me fijo en los pelos blancos de la barbilla del cantante. Son restos de los campos de algodón en que nació la rabia del blues. —; un poeta absoluto de la imagen como es Víctor Erice—La guerra civil española salta de un tren; se refugia en un granero y come la manzana ofrecida por una niña que busca espíritus. —; los fotógrafos Helmut Newton, Richard Avedon o Cartier-Bresson —El más veterano de ellos, Henri Cartier-Bresson, hijo de un hilandero próspero, ama los barrios populares. “las fotos me toman, y no a la inversa”, advierte. — cocineros como magos de un arte epicúreo —Así durante los ocho platos del menú de degustación, porque Arzak no te desciende ni un milímetro de la montaña a la que te sube con el primer bocado. —
Hay paisajes urbanísticos, como los de Nueva York, que le fascinan —Como si los arquitectos hubiesen inventado una fórmula para extraerle el peso de la verticalidad. — y espirituales, como la India, que le hacen reflexionar sobre su condición de occidental y su ignorancia —El extranjero presiente que en la India el sitio deshabitado es sólo un resplandor mental. La multitud de signos religiosos nos desorienta./ La pobreza parece el único plato de su alegría. ¿Pobreza? Sus risas son indescifrables para el pobre occidental que los mira. —
La maldad también tiene su lugar en este mosaico literario; Irazoki habla de la maldad humana histórica —Por ahora sí sabemos que la industrialización de la muerte practicada por el nazismo y el Gulag soviético es la cima de la crueldad. —; Jorge Semprún, como víctima de ella—Sus palabras son una cuchilla que va sajando los tumores políticos del siglo XX. —; y la reciente y geográficamente cercana —Allá donde ETA levante su copa de insensibilidad, y la tribu brinde y diga que cincuenta años de sangre no son nada, ese libro y esa mujer van a ser dos espejos justos. —
Y acaba esta miscelánea con una definición: Me piden que defina la palabra biblioteca. Inmediatamente suelto una flecha: la biblioteca es un espacio pacífico para la insurrección contra los tópicos, y un deseo para sí mismo: Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio.