Exarquia
Por Jose Rasero
Punto y aparte. Eso es el barrio de Exarquia, donde nació Syriza, donde terminan y empiezan casi todas las manifestaciones en Atenas. Y puede que –es solo una impresión, o quizás un deseo– sea el que mejor represente el espíritu ateniense, y el más cercano al alma de los griegos. Se creó a finales del XIX y el nombre le vino de Exarchos, dueño de unos grandes almacenes de la época. El descontento –continuado en el tiempo– de sus vecinos con los diferentes gobiernos, y el activismo político, han moldeado su pujante y distintiva personalidad. Sirvan dos momentos históricos como prueba de ello: el 14 de noviembre de 1973 tiene lugar el «levantamiento de la Universidad Politécnica», a posteriori fundamental para derrocar la dictadura de la Junta de los Coroneles; el 6 de diciembre de 2008, el joven Aléxandros Andréas Grigorópulos fue asesinado a balazos por un policía durante una protesta. Bancos, vehículos policiales y oficinas del gobierno fueron incendiados y atacados con cócteles molotov. Desde entonces, los agentes de la ley no suelen patrullar en Exarchia. No se ven entidades financieras por sus calles.
No negaré que nos acercamos a Exarquia con cierta aprensión, que no disminuyó cuando, conforme nos aproximábamos, fuimos percibiendo, paulatinamente, cómo iba desapareciendo el personal. Y no solo los turistas. La gente de cualquier condición. No había ni dios. Nadie. Del bullicio del centro de Atenas pasamos, en apenas doscientos o trescientos metros, a encontramos en una calle solitaria con comercios cerrados y grafitis anarquistas, anticapitalistas, antifascistas, así como edificios con aspecto okupa a nuestro alrededor. ¿Cómo recibirán los vecinos de Exarquia a esta simpática pareja de turistas despistados? ¿Será buena idea sacar la cámara de fotos? ¿Nos tomarán por prensa internacional? Durante el paseo por sus estrechas calles la vida, sin embargo, fue apareciendo. Tiendas abiertas, algunas personas por aquí, algunas por allá, papelerías, librerías, cafeterías. Al llegar al corazón del barrio, la plaza Exarquia, repleto su parquecito de pancartas reivindicativas, comenzamos a comprobar que la fama de capital anarquista de Europa nada tiene que ver con caos y desorden. Al menos no en su día a día. No son palabras que definan lo que vimos. No aman ni hay sumisión al gran capital, es evidente, ni al Estado. Las fuerzas del orden no son bienvenidas, es normal. Por contra, cooperación y generosidad sí forman parte de su modo de vida. El Khora Community, centro de acogida de refugiados sirios, que subsiste a base de autogestión, podría servir como paradigma de la voluntad que mueve Exarquia, con iniciativas como clínicas o escuelas gratuitas, cooperativas, cocinas colectivas y espacios de arte.
Continuamos nuestro paseo -ya cámara en ristre- por el barrio, y el paisaje de grafitis se mantiene a lo largo de todas sus calles y rincones. Vemos centros cívicos, curiosos cines de verano, peluquerías, tiendas de ropa de segunda mano, cafeterías que son a su vez centros sociales y de activismo, atisbamos la colina Strefi y no llegamos a ver el parque Navarinu -pues estaba en otra dirección-, que nació de las manos de los vecinos en 2009, al convertir un parking en lugar de recreo con zonas verdes y huertos urbanos.
Alcanzamos la avenida Alexandras -donde se encuentra la comisaría de policía de Kostas Jaritos, en la ficción, claro-, la cruzamos y nos perdemos en un parque del que nada sabemos. Consultamos el mapa, nos orientamos y dirigimos nuestros pasos a la entrada del Museo Arqueológico Nacional, uno de los grandes del mundo, con la colección más rica de objetos de la antigua Grecia. A su lado, el campus de la Politécnica. Aunque físicamente el museo pertenece a Exarquia, se puede visitar sin poner un pie en el barrio, y eso -así nos pareció- es lo que hace la enorme mayoría de turistas. Insensatos.
Cuando salimos del Museo Nacional, algo atolondrados tras la contemplación de tanta maravilla arqueológica, el hambre estaba allí. Se había hecho fuerte bajo las columnas jónicas de la entrada. Debían ser ya cerca de las cuatro. O más. Sin porfía que valiese nos dejamos llevar directamente, de nuevo, al corazón de Exarquia. En uno de los rincones de la plaza nos sentamos a la terraza de εξ αρχηζ -algo así como «Desde el origen»-, un lugar funcional, moderno, con sabrosos platos y buenos precios.
Pedimos con avidez y espíritu prosaico, quizás. Es lo que da venir de contemplar la tremenda laboriosidad del ser humano desde sus orígenes. N. quiso una greek mousaka, la cual, a la postre, alcanzaría la medalla de plata en su particular competición. Por mi parte, señalé en la carta un chicken fillet (con patatas), que alcanzó con nota su cometido. La ensalada, llamada Constantinopla, llevaba zanahoria, manzana, granada, pasas, col lombarda, y puede que algún etcétera más. Estaba entretenidísima, y muy rica.
La comida, sencillita, nos insufló, en cambio, una energía desatada. Decidimos tomar el café en Kolonaki -a unos 800 metros, que hicimos andando-, un barrio pudiente situado tras la plaza Syntagma, señorial, zona de lujo, de compras, de casas modernistas, edificios neoclásicos, con boutiques de alta gama, y tiendas de famosos diseñadores griegos. Un auténtico oxímoron de Exarquia…
No contentos con la hazaña, deliberamos frente a los capuchinos con brevedad y acordamos subir a la cima de la cercana colina Licabeto, de 278 metros de altura. El plan era utilizar el funicular. Y allá que fuimos en su busca. A lo tonto, recorrimos metros y metros de un camino serpenteante y en ascenso rodeado por pinos, bajo un calor infernal. No había funicular por parte alguna. Sin embargo, a fuerza de creer que el maldito teleférico aparecería tras la siguiente curva, terminamos, milagrosamente, alcanzando la cima. Doscientos setenta y ocho metros. Respiramos. Energética pitanza la de Exarquia, sin duda. Visitamos la pequeña capilla ortodoxa de San Jorge. Respiramos. Contemplamos las espectaculares vistas del atardecer de Atenas. Respiramos. A la hora de descender, dimos con él: ese ferrocarril especial utilizado para salvar grandes pendientes. Suspiramos, cáusticos.
Apuntes del ‘Cuaderno de Altamira’:
En plena calle es fácil encontrarse con un corrillo divirtiéndose con algún juego, como las cartas, el ajedrez y, sobre todo, el llamado «tabli» (o backgammon, como se conoce en España).
De vuelta a Petrálona nos confundimos de estación de metro. Nos bajamos en Thissio. Descubrimos un paseo muy bello, con puestos ambulantes, músicos, el mejor cine de verano del mundo, terrazas, cafés de aspecto colonial, y una vista espectacular de la Acrópolis. De hecho, parece que el paseo lleva hasta ella…