Ciudad neón

Cuarto viaje a Miami. La ciudad es ya un poco suya. La ha recorrido en sueños antes, ha soñado con ese cafecito en el restaurante dominicano de uno de los cayos, si ha sobrevivido al huracán, y los pasteles diabéticos en Little Habana. Y querrá ver qué fue de ese triste motel para encuentros amatorios abandonado en el que ya crecía la selva que quizá merezca un relato. O una novela.

La azafata de tierra que le expende el billete en el aeropuerto de Barcelona es simpática. Más que simpática. Se dirige a él con familiaridad, como si lo conociera. Entabla un interrogatorio con tanta simpatía que él le cuenta casi su vida. ¿Novela negra?, le dice en cuanto se entera de ese congreso en Miami al que va.  Ese tipo de novela le gustaba a mi padre. No le pregunta si vive su padre. Yo prefiero la novela filosófica. No le pregunta si entiende por filosófico las memeces de Paolo Coelho. Le cae bien. Es joven. Es bonita, le sonríe constantemente cuando le entrega el billete, tanto que está por olvidarse del viaje a Miami e invitarla a cenar. No te hagas ilusiones, le dice el que lleva dentro, un Pepito Grillo, es que le recuerdas a su padre, o a su abuelo.

Algo debe de haber pasado últimamente. Quizá que se desinfla el globo del procés y todo vuelva a la normalidad después de meses de tensión insoportable. El policía de los pasaportes es pura simpatía, le dice que de buena gana se metería en su maleta, le habla del jamón de Guijuelo, porque lee que ha nacido en Salamanca, le desea que se lo pase muy muy bien. Está abrumado. Tantos parabienes a lo mejor quieren decir que el avión se va a caer en medio del océano.

El vuelo sale puntual. Bien. Su asiento está en la parte de atrás. EL 32 D. Pasillo. De nada le sirvió pedirle ventanilla a la simpática azafata de tierra. Bueno, mejor porque en caso de accidente los de cola sobreviven más en caso de que sobreviva alguien. Comprueba que el espacio entre las plazas es mínimo, que una vez que se encaja, literalmente, en su asiento, será difícil salir de él, que se come las piernas, y celebra, como no, no ser gordo.

Vuelan. Cruzan el océano y se pasan esas diez horas que dura el comiendo. Les dan constantemente comida, cada dos horas. Una pasta bastante repugnante. Una ensalada con el odioso tomate cherry, helado de chocolate que, de tan frío, rompe la cucharilla.  No se mancha en ningún momento porque no sirven café en el avión y no da oportunidad a la crema de leche de aterrizar, como siempre, en sus pantalones. O en los del vecino.

Hay una azafata gruesa. Y cuando dice gruesa es algo más que eso. Y esa azafata, cada vez que circula por ese estrecho pasillo, que cada vez lo es más para permitir poner más asientos y rentabilizar aún más los vuelos, le golpea con el culo el hombro cuando pasa y cuando regresa, por mucho que se agazape en su lugar y se encoja  el viajero, zas, golpe de culo. O hacen los pasillos más anchos o contratan azafatas más delgadas. Las demás, una rubia agradable y una mujer alta y delgada que es el único miembro de la tripulación que habla español, pasan sin problemas, pero no ella. Y además esa mujer, que es severa, le regaña en dos ocasiones por no llevar puesto el cinturón de seguridad, y le vuelve a tocar el hombro, con la mano esta vez, no con el culo.

No se fija mucho en los pasajeros que le rodean, sí en una mujer mejicana que hay a su lado, que sabe tanto inglés como él, nada, y que lee con gran satisfacción Lo que queda del día del premio Nobel Kazuhiro Ishiguro. Podría entablar conversación con ella, pero no lo hace. Intenta ver por la pantalla del respaldo una película de fantasmas. Se cansa de ella. Duerme. Y no sueña con azafatas precisamente. El fumar en los aviones y los ejecutivos que ligaban con azafatas forman parte del pasado y revive en las películas, históricas ya.

Intenta ver otra película, una de ciencia ficción interpretada por Scarlett Johansson y acompañada por Juliette Binoche y Takeshi Kitano. Se dice que una película con Scarlett Johansson, aunque sea mala, la verá por ella. A la protagonista de Match Point le ocurre como a Marilyn Monroe: gusta a todos los hombres. Pues ni eso. La abandona por la mitad cansado de su guion bobalicón y de que los efectos especiales y visuales no resulten  en una pantalla tan pequeña como la del respaldo de un avión. Así es que decide leer. Un libro de relatos caribeños, bastante notables todos, y una novela de un amigo que se ha descargado en el lector: A plomo.  Y deja de hacerlo cuando le traen bandejas de comida, bebidas, bocadillos, muffin, que así han pasado a llamarse las magdalenas húmedas americanas a años luz de las españolas.

El avión no aterriza, se tira en picado sobre el aeropuerto y toma tierra con un peligroso bamboleo que, cuando se detiene, se traduce en un suspiro y aplauso generalizado. El cielo de Miami está cubierto por negros nubarrones de belleza extraña. Contra lo que se temía,  el trámite de emigración es muy rápido y ágil. Una poli de la migra, hispana, le interroga superficialmente, le ficha de nuevo (ya puso la yema de los dedos en cinco ocasiones anteriores) y le hace una de esas fotos en las que queda horrible.

Un taxista negro haitiano le lleva a Miami Beach desde el aeropuerto. Acuerdan el precio. 35 dólares que se convierten en cuarenta cuando llegan al hotel Croydon de la Collins Avenue.  Protesta, pero el taxista se larga en su coche amarillo con sus cinco dólares de más porque no tiene cambio. La propina. No es como el taxista checo de Praga de años atrás. Hay negros pequeños. Podría haberse enzarzado en una agria discusión con él, pero opta por pasar. Este es un viaje de relax. Teóricamente.

En recepción del Hotel Croydon todos hablan español. Respira. Pero su tarjeta de crédito no pasa en ninguno de los intentos y sale el mensaje de operación rechazada. EL viajero está cansado y el brusco cambio de clima, el calor bochornoso en Miami en contraste con el frío húmedo de Barcelona esa misma mañana cuando salió a la calle para dirigirse al aeropuerto, lo han atontado. Se bloquea. No sabe qué hacer. Finalmente da casi todos los billetes de dólar que llevaba para una emergencia, está lo es,  y reza porque los cajeros le dispensen dinero cuando vaya a sacar de ellos.

Habitación 318. No está nada mal. No tiene vistas, pero tiene una mesa de estudio pegada a una ventana que da a una calle con escaso encanto, una cama grande, que va a desaprovechar, buenas lámparas al lado de la cama y un cuarto de baño correcto. Cierra el aire acondicionado porque se está quedando congelado.

Está cansado, pero sale a la calle, y lo primero que hace, en esa tarde ventosa que comba las palmeras oceánicas tan características de la ciudad sureña, es dirigirse a la playa que está a menos de cien metros del hotel, y, para llegar a ella, ha de cruzar una pasarela de madera por donde corren hombres y mujeres que hacen ejercicio y ciclistas, y una zona de dunas con flora protegida que nace de la misma arena.  Se acerca al mar, que está algo alborotado por el fuerte viento que sopla, pero no pone un pie en el agua. Mira como revolotean un grupo de escuálidas gaviotas alrededor de alguien que les ofrece comida y vuelve a la Avenida Collins con el cabello revuelto por el viento que sopla.

La ciudad parece haberse recuperado de los efectos devastadores del último huracán. Queda alguna palmera sacada de cuajo y algún local que todavía no ha abierto porque está reparando los destrozos causados por el violento fenómeno atmosférico. Avanza por Collins reconociendo edificios y algunas tiendas comerciales que han sobrevivido a esos cuatro años que ha estado ausente de la  ciudad. Le sorprende el auge de licorerías, que antes no estaban, y la presencia en ella de toda clase de vinos a los que los norteamericanos se están aficionados en los últimos años, lo están descubriendo después de media vida ahogándose en cerveza.

Cuando llega, después de una hora caminando y haciendo fotos a los edificios de estilo art nouveau que ya empiezan a engalanarse con sus iluminaciones azul, verde o fucsia, sobre todo  fucsia, que parece ser el color preferido de una ciudad en la que lo kitsch  reina sin complejos, tuerce hacia la playa y empieza a recorrer la siempre animada Ocean Drive, la calle más larga de Miami con más de 30.000 números.

Ocean Drive es la calle de la juerga y los restaurantes de Miami Beach. Chicas latinas de físicos espectaculares actúan como reclamos de todos los establecimientos, le abordan sonriendo a ofrecerle la carta que el rechaza amablemente. No le apetece comer y además los precios que ha visto, de pasada, en los distintos establecimientos no son nada baratos. De algunos locales sales música latina, en otros actúan músicos en directo, hay uno, entre cervecería y pub, en el que tres chicas bailan salsa sobre un escenario ante un público entregado que le sigue en su bailoteo espasmódico.

Reina una atmósfera de enorme sensualidad en Miami. Se da cuenta entonces. Es por el calor y la humedad que se pega a la piel. Es la piel desnuda de algunos muchachos que andan por la acera sin llevar camiseta. Es la que enseñan las chicas latinas con grandes escotes y faldas muy cortas muchos dedos por encima de la rodilla que no se están quietas en las aceras, que bailan moviendo las caderas al son de la música,  y  si no hay, se la inventan. Hay un hermoso mestizaje en Miami fruto de la promiscuidad racial de blancos europeos, negros africanos y muchos nativos latinos. A las caderas y las nalgas caribeñas, porque Miami es puro Caribe aunque se hable spanglish, se une la obsesión por los grandes senos de las norteamericanas, el símbolo de la abundancia del imperio, así es que abundan las chicas 90 60 90, o más las 120 60 100. Se da cuenta hasta en los maniquíes femeninos que hay en las tiendas de ropa en donde ellas lucen unos pectorales dignos de Pamela Anderson. Así es que imagina una corte de cirujanos plásticos en esa ciudad de alegrías carnales inyectando silicona en los pechos de esas latinas que quieren tenerlos como las blancas. Y se dice si no equivocó su profesión y  lugar de nacimiento.

No come. No se detiene a beber ningún daiquiri, quizá mañana, y eso que los sirven no en copas sino en copones gigantescos, maceteros redondos de cristal llenos de alcohol y hielo picado que más parecen recipientes para el lavatorio de manos. Observa a toda esa fauna humana con mirada de entomólogo. Hay negros y negras enormes, que uno querría saber cómo han llegado a adquirir esas dimensiones que los inválida para tomar un avión, pero hay también, sobre todo, muchas parejas latinas que hablan entre ellos como si fueran cubanos, y parejas mixtas de chicas, chicas, sobre todo, que van con negros o con latinos con los brazos tatuados como si se tratará de peligrosa mareros.

Siempre que pasea por Miami Beach piensa en Tony Montana, el marielito cubano que escala posiciones en la mafia de Miami gracias a su inteligencia y brutalidad para hacerse el amo de la ciudad más hortera del planeta, con permiso de Las Vegas. Y recuerda con escalofríos ese descuartizamiento que tiene lugar con una motosierra en una bañera de un apartamento de Ocean Drive. Y recuerda esa escena final memorable del filme de Brian de Palma en la que Tony Montana sumerge la cabeza en una montaña de cocaína.

Regresa al hotel con la noche cerrada por la Avenida Collins. Hace fotografías de los efectos luminosos de la ciudad, de sus luces de neón multicolores que hacen de ella una ciudad única en su fotogenia, y se detiene un momento a hacer unas compras para cenar esa noche. No ve nada que le apetezca más allá de una bolsa de patatas, que no saben a patata sino a vinagre, como hay otras que saben a jamón, a pimiento o a lo que sea con tal de que no sea patata. Acompaña tan magra cena con seis latas de zumo vegetal, y reanuda el camino que nunca se termina hasta que finalmente consigue ver, después de más de tres horas dando vueltas, el rotulo el hotel Croydon en el mismo momento que se inicia un chaparrón. ¡Agua!

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