«A Ghost Story». Vida de fantasma.

 

Habrá que advertir que pese al título, esta «historia de fantasmas» puede provocar más de un susto al espectador no prevenido. Y no precisamente por su adscripción al género de terror o porque se alimente de las raíces de lo sobrenatural. Más bien todo lo contrario.
Este ya celebrado trabajo del director y guionista David Lowery es, desde su mismo principio, una propuesta singularmente acertada, que sabe mantenerse lejos de lo pretencioso que tantas veces bordea y que aunque por momentos está a punto de desbaratar sus muchos logros en pos de subrayar y auto celebrar el arrojo estético de su creador, a la postre se alza en su preciosista tramo final como un trabajo de sobresaliente consistencia.
Ya el propio arranque ella es cómo una declaración de principios: un formato visual poco usado, incómodo por su novedad, y por tanto al que uno debe acostumbrarse; una atmósfera enrarecida sin ninguna causa aparente; una cámara gélida, inmóvil, empecinadamente obsesiva en su atención por cualquier intrascendencia; un uso casi molesto de la música que hace añicos el poder de un silencio que en todo momento tiene algo de sagrado… Todo lo cual termina provocando una sensación de extrañeza más que de la previsible inquietud de lo que se supone es una historia de fantasmas.
Pero es que eso es precisamente lo que se busca.
Un matrimonio (
Rooney Mara y Casey Affleck) se encuentra a punto de mudarse de casa. Pero él muere en un accidente de coche. Y es entonces cuando la película arranca realmente. Un interminable plano (y en la película hay varios que parecen no acabar nunca), que por momentos más parece una emulación de la eternidad, nos muestra a la esposa, en la morgue, mientras se despide de su esposo. Se marcha. Y la cámara vuelve a su apatía, y pasan segundos, y minutos, forzando una obligada y estática espera que tiene la más inesperada de las recompensas. Porque el cadáver del marido, se alza de la camilla, y con la sábana que lo cubría (a la que no le faltan los dos obligados agujeros a la altura de los ojos) se aleja de ese lugar y regresa a su hogar. Y de esa guisa, vestido así, como mandan los cánones, se pasará el resto de la película, sin poder salir de lo que una vez fue su casa. Lógicamente, nadie le ve (bueno, los niños, ya se sabe…). No puede hablar. Apenas puede interactuar con los objetos. Lo único que puede hacer es observar, y en ese trance, dejar que nosotros miremos con él.
Con esta premisa, la obra podía deslizarse hacia cualquier lugar. Pero Lowery renuncia de manera implacable a cualquier argumento y se deja llevar por situaciones de baja trascendencia, como apuntes sueltos en un diario fantasmal. Pero siempre bajo el más estricto control del director, quien no permite que la improvisación o la naturalidad se cuelen en su cerco. Hay toques de comedia, momentos románticos, un fantástico uso de ciertos elementos indispensables en una película de fantasmas, hay soledad, y mucha, mucha tristeza. Es probable que no pocos espectadores se desalienten ante lo aparentemente radical (y digo aparente porque insisto, el control del director es asfixiante en todo momento) del planteamiento, donde no hay más margen de maniobra que seguir a la espera de que ocurra algo determinante que pueda encaminar la historia hacia otros derroteros. Pero incluso hasta cuando eso ocurre, Lowery sigue atrincherado en su distante disección, dirigiéndose sin titubeos hacia su objetivo final.
Sólo cabría señalar como falla estructural que, después de la caligrafía visual que se despliega sin concesión o respiro alguno, el director deba recurrir a un (brillante, por otro lado) monólogo que un personaje (uno de las muchas personas que pasan por la casa) declama y que nos permite adentrarnos en el tema central de la película: el poder insaciable del olvido, la conciencia de saberse condenado a no ser memorable, incluso siéndolo. Algo que sobra porque en su último tramo, y gracias al quizás único hilo argumental sólido que recorre la obra de parte a parte (saber qué ha escrito la mujer en un papel que ha escondido en una grieta en la pared antes de dejar la casa), el desenlace, contundente como ningún otro momento del film, llega mucho más lejos que la palabrería (sabiamente orquestada) de un borracho.
Rooney Mara logra hacerse de manera ejemplar con su papel pese a las oscuras (y en ocasiones algo caprichosas) exigencias del director, y Casey Affleck consigue, ya que se pasa media película debajo de una sábana, salvar las muchas dificultades que aun tiene como actor para hacerse con un papel protagonista sin que una legión de secundarios lo arropen, o por muchos premios que pueda ondear.
Como toda obra que juguetea en tierra de nadie, será el tiempo quien ponga a «A Ghost Story» en su lugar, quien dictamine si hay más artificio que esa poética que con tanto ahínco se busca. O si se prefiere, por hacerse eco de la preocupación de Lowery, si el olvido también se cebará sobre ella.
Pero hasta ese momento, es una rareza muy apreciable.
O si lo prefieren, una historia de fantasmas distinta, sin más.
La historia de un fantasma de andar por casa.

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