En cuerpo y alma, de Ildiko Enyedi
Curioso y desigual melodrama sentimental que a uno le remite a una película de culto de George Franju, La sangre de las bestias, en sus primeras imágenes. Porque En cuerpo y alma los animales, vacas y terneros de ese matadero de Budapest (hay un primer plano de los ojos horrorizados de una res que va a ser sacrificada que parece un eslogan vegetariano) en donde tiene lugar esa peculiar relación sentimental entre una técnico de calidad de servicio, recién llegada, y el jefe de personal, y esa pareja de ciervos que se encuentran en un bosque nevado, el plano onírico de unos enamorados reacios a rozarse y consumar el acto amoroso, tienen un protagonismo alegórico y se interrelacionan con los humanos. Unas bestias mueren y son descuartizadas sin dignidad alguna, para alimentarnos, y otras vagan por ese bosque sereno guiando sus pasos a quienes se encuentran cada noche en ese sueño compartido.
Premisa original—el del sueño compartido que progresa—para una película que se pierde en otros vericuetos. En cuerpo y alma, film húngaro que ganó el Oso de Oro de la última edición del Festival de Berlín, se cruzan dos personas introvertidas y tímidas en extremo cuya relación nace en un lugar tan poco bucólico como un matadero bañado por la sangre de las bestias. Se diría que eso es lo más alejado del romanticismo. María (Alexandra Bobély), mujer de enorme fragilidad física, rigurosa en su trabajo, nada comunicativa y glacial en el trato con sus compañeros, debe evaluar la calidad de la carne resultante, y es severa al hacerlo: B en vez de A por un exceso de grasa; Endre (Géza Morcsányl), mucho mayor que ella y con un brazo paralizado, es un jefe de personal apacible y algo ajeno a lo que ocurre a su alrededor, a la actividad del matadero, hasta el punto que no aprueba que el nuevo matarife, el fuerte y testosterónico Sanyi (Zoltan Schneider) no sienta ninguna piedad de las bestias que sacrifica y a punto está de no admitirlo tras la entrevista laboral.
La realizadora Ildiko Enyedi (Budapest, 1955) consigue imágenes subyugantes—los ciervos en el bosque que evolucionan en paralelo a los que los sueñan; la mecánica implacable y cruel del matadero, ajena al dolor de las bestias y alejada de la sensibilidad de los protagonistas; los cruces de miradas de María/ Endre cuando coinciden en el comedor de la fábrica—aunque se pierda en alguna que otra subtrama que resta interés al conjunto—el robo de ese afrodisiaco para toros llevado a cabo por Jenö (Ervin Nagy), el contable, que achacan, sin pruebas, al recién llegado Sanyi al que no perdonan su carácter abrupto o que coquetee con María; los test psicológicos de la carnal doctora Klára (Réka Tanki) con los que ayuda a la policía a dilucidar quién robó esas dosis, y que poco importa—.
Hay humor negro en este melodrama amoroso—María intentando detener la hemorragia mientras Endre, sin saberlo, le salva la vida con esa llamada en donde al final se decide a pronunciar la frase Te quiero, sin duda la mejor secuencia de un film tan moroso y falto de destellos como su pareja protagonista—, pero sobra metraje y falta ritmo en la narración de esa relación amorosa en la que impera más el alma—los sueños como liberación y guía de deseos reprimidos— que los cuerpos de una mujer que no admite el roce físico—manosea un puré de patata; experimenta en el cuerpo la humedad de un aspersor de jardín por prescripción facultativa de su médico (Tamás Jordán), y un hombre medio impedido para repartir caricias—ese brazo que cuelga de la cama inerte después del primer y tímido encuentro sexual filmado con escaso entusiasmo—. Finalmente María y Endre sueñan un bosque nevado sin ciervos. Ya no los necesitan: han salido de él.