París, Chopin
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
El hálito de Chopin todavía sigue en París. Nosotros lo vimos en este otoño. En el museo del Louvre saludamos los cuadros atmosféricos de Corot y miramos el retrato de Chopin por Delacroix donde el músico se agita silencioso en su noche. En la plaza Vendome grandilocuente una placa señalaba donde vivió y trabajó el músico silencioso que escuchó las noches. En la isla de San Luis visitamos el Salón Chopin en la Biblioteca Polaca y vimos el sofá donde se sentaba, su rostro meditando, las manos que cuidaba con guantes, y un mechón de su cabello, descubrimos que Chopin era rubio.
La iglesia melquita de San Julián el Pobre, con sus atmósfera íntima, con sus iconos, con su atril de hierro, tenía en la entrada un cartel sobre un concierto de Chopin. Fuimos a la plaza Furstenberg, como una sala de estar detrás de la iglesia de Saint Germain de Prés (parece que un día fue el patio donde se reunían los criados del obispo). Desde allí el protagonista de “La edad de la inocencia” miraba con nostalgia y renuncia la ventana tras la cual vivía la condesa a la que no se atrevió a amar. Y en una esquina está la casa de Eugene Delacroix, el pintor que pintó a Chopin y a George Sand en su pasión y en su secreto. Y en el museo de la Orangerie temblaban las ninfeas de Monet como temblaban las notas de Chopin.
En la calle Varenne había una placa donde vivió Edith Wharton que narró pasiones íntimas como las que tocaba Chopin. Y miramos las naturalezas muertas chopinianas de Chardin (sin grandes héroes, sin escenas históricas, sin aparatos retóricos) en el Museo Jacquemard asombroso. Y buscamos con dificultades la escondida Square de Orleans, una plaza aislada de todos los ruidos, donde Chopin vivió unos años.
El canal de Saint Martin estaba más sugestivo que nunca, y en el Hotel du Nord, donde Marcel Carné filmó a un viejo delincuente que sueña con volver a vivir, casi sonaba un piano en la sala con una foto de Djuna Barnes. Y el Castillo Gótico de la Reina Blanca, donde fue el Baile de los Ardientes, igual que arden calladamente las notas de Chopin, seguía escondido en el barrio 13. Y le hablé en su tumba del Pere Lachaise a su cuello alargado y sus cabellos sueltos. Y aún lo encontré en el parque de Luxemburgo en mitad de las hojas, con un hada desnuda escuchándolo.
Y vibraban las hojas imposibles del Bosque de Bolonia y clamaba borroso Ossip Zadkine en su taller solitario y dormían los pasajes latentes del barrio de San Antonio y el diminuto Teatro de la Felicidad se escondía en una escalera de Montmartre y flotaban las balaustradas locas de la iglesia de San Esteban.