Cacería de demonios. Parte 2
Por Julieta Destefani.
“Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar.”
William Shakespeare.
Con sangre de amante apareció en mi vida y en un dormir para despertar, sólo él en mis pensamientos.
Me mostró el placer de los santos. A mí… una profana en la materia. Me volvió frágil, delicada, sumisa y servil.
Quitó la testuz que estaba en la cabecera de mi cama. Cortó las uñas de mi alma y cambió el color de mis ojos. De una mirada me separó de mi esencia, dándome la paz que no pedí y acepté.
Me vi envuelta en sensaciones que adolecen de razón y guardé mi cuerpo a la espera de su regreso.
Pasaban las lunas por mi balcón. No lo veía en las estrellas y las cartas no me hablaban de él. Bajaba al jardín con su recuerdo y su promesa y escribía sonetos sobre nuestras sombras.
Ya no practicaba mis hechizos ni volví al vicio de hurtar energías en cuerpos ajenos. No volví mis ojos a los mortales ni deseé otra cosa más que su presencia.
Sólo me quedaba invocar.
Le pedí al viento que le acercara mis besos, al escaso calor de la noche que le hiciera llegar mi abrazo y a la rutina del día, que le deje nuestro recuerdo en el sonido del tren de las dos.
Mi cuerpo se enfriaba con su ausencia y pedía clemencia el dolor del rechazo.
El cazador no se enamora de la bruja, ni el hombre lobo del vampiro, ni él de mí.
Jamás volvió.
Fui una bestia más en sus cacerías, una criatura que probó su lanza. Sólo necesitó semanas para quedarse en mi piel.
¿Cómo iba yo a reconocer sus sórdidas intenciones? De dejarme en soledad, lejos de mis pasiones.
Era yo sin mis demonios… sin sus brazos.
Era yo sin compañías. Era así la profecía, el engaño y el poder.
¿¡A mí!? La reina de la mentira, la sacerdotisa en las orgías de los aquelarres de mi señor.
¿En qué honor perdí mis votos? ¡Que error perderme en sus ojos! Que ocultaban el poder del cielo en el color de la tierra; pero, por el diablo y por Lilith, que no había visto esa mirada en todos mis años de lujuria.
Bajé las luces de la habitación para comenzar el ritual. Preparé un incienso de ámbar, canela, cereza y bergamota. Lavé mis manos, relajé mi cuerpo y me dispuse a trabajar. Dibujé en el suelo un círculo con sal gruesa y prendí una vela roja que coloqué en dirección sur y me senté dentro de él.
-Saludo a los guardianes de la Atalaya del sur. Por el poder del fuego yo convoco y los invoco para presenciar este rito y proteger este círculo.
Dibujé en el aire el pentagrama que corresponde al elemento, para abrir los portales.
-Yo suelto este lazo, cazador de demonios, no eres bienvenido en mi infierno. Que las luces te lleven lejos de mis sombras, el recuerdo te azote y sean penosos tus amores futuros. Deseo para ti, que mujeres caigan rendidas a tus pies, más a ninguna desees. Olvida el camino que te trajo hasta aquí y devuelve a mi alma la compañía de los ángeles luciferinos.
Yo te libero. Yo te olvido.
Agradecí la protección del círculo, cerré el pentagrama y apagué la vela.
No voy a llegar a sus veranos como su espejo, ni seré la tonta de su canción.
Sepa el que me lea, si será el siguiente, que con el sol naciente crecerán, tal vez, unas alas… aún no sé de qué color.
Y este ardor que provoca el dolor, dará a luz las cicatrices que, quizás, alguien bese.
Como yo las suyas y sus canas y sus ganas.
Y sus miedos y sus sueños.
Y sus mundos y los nudos de su estómago, de saberse viejo y solo.
Su imagen se repite en un cuerpo y en otro. Todos tan iguales como diferentes, tan burdos como cultos. Tan ellos, como yo.
Espero no te lamentes la suerte de nuestro encuentro. Pues me alcanzó para un cuento y dos o tres suspiros.
Tan simple y tan complejo como las auroras de la mañana temprana que siguen siendo la noche de aquel amanecer.
Y sí, se escribe como nota y se lee como despedida. Pero no me quitan la sonrisa de esta servidora enamorada, que lo recuerda en su alborada de hechizos sin fin.
Fotografía Miguel Farré.