Cacería de demonios

 

 

 

Por Julieta Destefani

Debo decir con certeza que hacerlo letras no es fácil. Como si necesitara leer mil libros y conocer nuevas palabras que definan las sensaciones que me produce el roce de nuestras pieles.

Quince inviernos, una etapa escolar y media, y una muerte. Todo un camino antes de mi nacimiento, para luego encontrarnos en una misma ciudad, veintiséis años después.

Lo veo llegar bajo el sol, pero con una lluvia imperceptible en los ojos. Lo veo llegar con una armadura de plomo que le pesa, pero la hizo suya y no emite queja. Miro su pelo fino, como se pierde entre mis dedos cuando se vuelve niño en mis brazos y beso los hilos blancos que juegan a las escondidas.

Descubro lunares que se disfrazan de manchas y cicatrices que toman el té con su corazón mientras acaricio sus tristezas pasadas como quién consuela en un entierro, intentando ser compañía en un pasado por saberme sombra en su futuro.

Hoy es hoy, me repetía.

Un halo de seguridad y de confianza obligaba a mis complejos e inseguridades a quedarse al otro lado de la puerta. De pronto con él no había nada que impidiera soltarme, o que me alejara de goce de nosotros mismos. De repente, todo a lo que venía negándome, sólo sucedía. Sin preguntas ni reclamos.

Un piquete al lado de su ombligo, me guiñó un ojo desde su cintura. Lo abracé y me perdí en su cuerpo. Lo abracé muy fuerte como si quisiera traspasarlo, fundirnos. Ser uno y no dos en ese encuentro de soledades a tiempo.

Me besó con sus labios finos, cubierta la cara de hombría rasposa y creó en las cenizas de alguien más, un fuego nuevo. Uno vivo. Se detuvo en cada detalle de mi cuerpo con inmoral deseo de caballero, mordiéndose los labios en cada escalón que descendía. Lejos de querer sacarme del infierno, se adentró conmigo en los más impúdicos placeres, llevándome de la mano por pasadizos desconocidos para mí, donde la tranquilidad y la quietud despertarían a mis demonios mayores, dos que siempre estuvieron dormidos.

Estaba desnuda ante él, más allá de la ropa. Me encontré sin armas, sin voluntades. Sin fuerzas en los brazos. Había una fuerza en él que dominaba mi pensamiento, calmándome. Volviéndome un ser dócil, sumiso. Algo tenía que modificaba mi naturaleza inquieta y me daba paz.

Una brisa llegaba desde la ventana y erizaba mi piel que entraba en calor con su cuerpo. Su pecho sobre el mío y un vaivén constante de roces denunciaban la humedad que salía de mí. Curiosos, sus dedos, indagaron en mi sexo, midiendo la resistencia entre lo humano y lo divino, lo que deseamos y no pedimos. Tomando su virtud, entró en mi cuerpo hasta el final de las historias, tocando con la punta libertina una campana que anunciaba su presencia.

Abría mis piernas como nunca antes. Quería, incluso, abrirlas un poco más al punto que mi espalda se arqueaba y levantaba mi pelvis. Me tomaba con una mano desde la cola y el otro brazo rodeaba mi espalda hasta llegar a mi hombro. Me tenía presa, cautiva de sus impulsos lentos y suaves. Me miraba fijo a los ojos cada vez que sucumbía y sostenía la mirada. Nunca nadie cavó tan profundo desde mis ojos hacia mi centro. Lo sentía intimidante, tenía miedo de que en mi mirada los descubriera.

En esa prisión de pasión que había creado para mis demonios, donde sólo mis piernas se veían rodeando su cadera y en medio de un viento arremolinado de sensaciones, me sentí explotar entre gemidos.

Lo sentía cerca, casi mío.

La ventana se abrió con fuerza y golpearon las celosías en la pared. Un golpe y un rebote. Dos sonidos de despedida en lo que duraba mi orgasmo.

Me tenía ahí, toda suya.

Mis contracciones musculares provocaron la expansión de su esencia en las orillas de mi vientre.

Nos desplomamos en las sábanas blancas de su cama que se impregnaron de nuestros perfumes y un riquísimo olor a sexo. Yo estaba exhausta cuando el que había hecho todo el trabajo era él. Mi cuerpo era peso muerto, pero sentía cierta libertad en el alma que se traducía en liviandad, como el alivio de quien deja una mochila que llevó por mucho tiempo y no notó la carga sino hasta después deshacerse de ella. Corrió mi pelo enmarañado hacia atrás y besó mi frente como premiándome, en un gesto de aprobación o algo por el estilo.

Lo sentí mirarme, mientras mi mejilla encontraba descanso en su pecho.

Supe que sonreía y caí en un profundo sueño.

Lo más lindo de las noches con él eran las mañanas subsecuentes donde, con un ápice de picardía, buscaba en mi espalda los besos de la noche anterior para encontrarlos en mi boca y comenzar con una sonrisa, luego de un “buen día” y antes de un mate.

Hoy sus miradas no me intimidan.

Hoy no han vuelto mis demonios.

 

“Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros; sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses”

Friedrich Nietzsche.

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