El latido de las palabras envueltas de silencio
En Trece formas de mirar el eco de lo sustancial compone un mapa de emociones tan hermoso como profundo. Colum McCann sumerge al lector en el fondo abisal del alma.
EXTRAÑAMIENTO MISTERIOSO. El anonimato del lector se deshace desde el mismo momento que la historia en la que se interna forma parte de sí. Es decir, desde que es irreversible dejar de sentirse indiferente ante ella. La biografía de nuestras lecturas es una aproximación al interrogante de la vida, que ante nuestros ojos no cesa de de sobrevenir. La literatura se obstina en incidir sobre ello con premeditada determinación en profundizar sobre una sola versión de los hechos. Aquella que no solo pende de la mera correlación entre ellos. Como si de un dedo líquido se tratara, permea la superficie vivencial para integrarla como un todo que, sin embargo, fragmenta e, incluso, disecciona. En la misma medida que el lector forma parte del hecho narrativo, el autor diluye progresivamente su impronta y desaparece. Esta absorción identifica el punto culminante donde la confluencia de intereses redescubre, una vez más, la experiencia literaria y lectora como hito humano. Claudio Magris en su obra Alfabetos, que recoge, en su mayoría, artículos publicados durante diez años en el periódico Corriere della Sera, al recordar su inicio en la lectura con las novelas de Emilio Salgari, señala, “Desde entonces, en cierta manera, siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo; que sería mejor si los autores no existieran o si, al menos no se identificaran, si estuvieran siempre muertos, como le dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marin, u obligados al incognito y a la clandestinidad”
TRECE FORMAS DE MIRAR –Seix Barral Biblioteca Formentor, 2017. Traducción de Marta Alcaraz- se nos susurra al oído. Y en esa cualidad de bajar la intensidad, encontramos la pulsión sobre lo que acontece. Sin género de dudas hay una afirmación mayor en esta obra: la escritura se merece a sí misma y, por consiguiente, el hecho literario, entendiendo este como abreviatura de lo profundo, aspira a indagar en la celosía del alma. En su lectura suspendemos el paso y ahondamos en la huella de nuestros actos y ausencias. El acontecimiento se desliza como vago rumor. Aquí y allá aflora el presentimiento como si de un juego solitario de naipes se tratara. Uno tras otro los acontecimientos mutan de observaciones a reflexiones con la cadencia de una motivación expectante. El ritmo de las palabras desencadena el agradecido efecto de despojarnos del pijama. Nuestra piel roza las sábanas y se hace ovillo hasta encontrar ese dolor aliviado que nos redime de lo pretencioso y empatiza con la naturaleza de las emociones. Es la génesis de lo que ha de venir, de lo que estamos empezando a experimentar. Texto tan comedido como extremadamente sutil y conmovedor. La sustantivación de los nombres carga de provocadora humanidad los pasajes de cada una de las cuatro historias que forman este volumen. Permanece intacto el hilván creativo que parece dejarnos el autor a propósito. Indefectiblemente tiramos de él. No nos deja otra que brindarnos la posibilidad de interrogarnos sobre adónde nos llevará tal decisión. Y es cuando nos calzamos sus zapatos para caminar sobre el balasto de la vía de tren, y comprobamos el pesaroso ejercicio de búsqueda, por más que dos líneas de hierro nos indiquen el infinito. En toda historia hay otras historias que hablan de aquella como un coro que enfatiza el tema principal que el solista eleva con su voz narradora. En estos relatos existe un determinismo absoluto en contar lo que se halla muerto y vivo, pero sobre todo lo que resucita. Y es que la vida está siempre pendiente de escribirse, de la misma manera que lo esta de leerse. Escritura y lectura hablan por los ojos de esta obra, que mira el mundo como un adolescente cuyo inconformismo y rebeldía nace y aumenta en su floreciente sensibilidad e incipiente conciencia. Sensibilidad y conciencia de ese mundo interior que nos interpela mientras lo construimos. Y es que la memoria de libros como este, nos garantiza ese lugar fronterizo entre ser y estar.
COLUM McCAN, LA PROFUNDA AMPLITUD POÉTICA. Sin desfallecimientos en la línea argumental, las narraciones se consolidan en cualquier dirección hacia la que resolvamos dirigirnos. Aunque es el lenguaje de donde dimana la brillantez de sus imágenes con registros plásticos y cinematográficos en los que de manera determinante se presta al traveling y primer plano: lo que ocurre y lo que se presagia. Dos estructuras abordan la visión de estos
conatos de choque entre lo apreciable e introspectivo. Recuerda a esa primera película escrita y dirigida en el año 2000 por Rodrigo García Barcha, Cosas que diría con solo mirarla. El entendimiento interno no se desvela, queda solapado para significar el lado inalcanzable de las emociones y pensamientos. Las historias que se cuentan hilan soledad, incertidumbre, azar, descubrimiento, horror y están apegadas al latido literario con exquisita y minuciosa dedicación. Es una semiótica de lo invisible. Así se expresa la vocación del autor irlandés por indagar en el silencio que habla por nosotros. Y al que acerca micrófono literario para recoger el más mínimo detalle o relieve que en él subyace. El tiempo lírico se trenza y no subordina a lo descriptivo. Se define en la dimensión y carácter con el que es capaz de enfrentar los retos del lenguaje y mostrarnos tan cercanos a la verdad como impotentes ante ella. En esa misma reminiscencia que cita en el relato que da título a la obra, Trece formas de mirar. En cada uno de los trece capítulos que lo forman, se incorporan como pórtico versos del poema titulado Trece formas de mirar un mirlo, de Wallace Stevens, traducidos por Tedi López, y que bien pudiera remitirse al aforismo del propio poeta norteamericano, “A la larga, la verdad no importa”.
CROMATISMO EMOCIONAL. Ficción y realidad se dan la mano y caminan juntos. Es fehaciente el propósito inconformista de abordar el desarrollo de los textos con la unicidad que se vive, piensa y sueña. La literatura se desentiende de escepticismo. El autor de Trasatlántico da un paso adelante y se interpone en la adecuación de lo formal para transitar por lo discrecional. El lector es recompensado. La voz del narrador no es que se diluya. Sencillamente se apresta junto a nosotros. No hay juicios de valor. La reflexión queda como una carta manuscrita que no esperamos. Ya no se abren los buzones. La correspondencia digital nos exime de esa costumbre tan bella como inútil frente a la instantaneidad que nos abruma. Así, Peter Mendelssohn, Presidente del Tribunal Supremo de Kings County en Nueva York, nos invita desde el cautiverio del alzhéimer que padece a reconocernos en el amor por Eileen, su esposa fallecida, que sirve de meditada digresión biográfica. El azar resolverá de forma dramática el final de este día, donde se concentra la medida de su existencia: la quebradiza memoria que aún persiste y la soledad que le asedia. La relación de la joven marine Sandi Jewell, destinada en un puesto de avanzada en Afganistan, con Kimberle y Joel en Charleston, Estados Unidos, es el motivo de esa llamada de teléfono en Nochevieja que llevará a este último a preguntarse Dónde está. ¿Qué hora es? La voz ansiada queda en pausa mientras el teléfono no deja de sonar. El novelista reconoce que su propio proceso de creación lo articula la incertidumbre, la duda y la ansiedad por unir el silencio en una sola voz tras el auricular. En Shjol Rebecca Marcus, traductora, afila la desesperación en la búsqueda de su hijo Tomas de trece años, adoptado hace siete en Vladivostok y desaparecido en la costa de Galway. Sus limitaciones físicas e intelectuales juegan en su contra. La palabra hebrea concentra en la imposibilidad de su equivalencia anglosajona el ahogo por el sentimiento de pérdida y culpabilidad que le embarga. La hermana Beverly Clarke, una anciana, descubre de soslayo en la pantalla del televisor al que hace treinta y siete años fue su violador en la selva colombiana. Es una noticia que le obliga a viajar desde Long Island a Londres para comprobar como aquella alma ha podido convertirse en un de hombre paz. Tratado es una inquietante y turbadora experiencia por la atribución de poder salvífico que otorga a la dignidad. Porque, ¿cómo reconciliarnos con el mal sino desde el amor propio?
DECURSO AUTOBIOGRÁFICO. En la nota que el autor incorpora al final de la obra, nos precisa que existe un antes y un después en la elaboración de los relatos que la integran. Sufrió una agresión que le mantuvo hospitalizado cuando trataba de ayudar a una mujer que había sido víctima de otra. Este suceso lo interioriza no como un hecho que literariamente pudiera ser importante o determinante, pero si justamente necesario para establecer la anticipación o el aplazamiento que significa escuchar a la vida. Como la decisión que le llevó a recorrer 120.000 kilómetros en bicicleta. Año y medio supuso ese pedaleo de costa a costa, cuando en 1986 recaló en Estados Unidos y repensó su dedicación a la literatura. Tuvo los mejores efectos para decantar la palabra que ahora derrama con voz propia. Una voz que irriga elegancia, sencillez y verticalidad en el asomo que desde el alféizar de la ventana piensa y considera, “Por muchos momentos imaginados que tenga, la literatura sigue caminos inimaginables”