Magdalenas en Jerusalén
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
Proust resucitó de repente con el sabor de una magdalena, le volvió de pronto toda la vida. Yo buscaba detalles pequeños en Jerusalén que me trajesen sutilmente toda la vida, toda la vibración. Más allá de las doctrinas, de las trascendencias, de las verdades absolutas, de los profetas, de las creencias excluyentes, de las ideas para matar o morir.
En el Museo de Israel vi el gran edificio en forma de vasija donde se guarda el principal rollo del Mar Muerto. Por dentro sentí como si estuviera de verdad metido en una vasija, en medio de las páginas milenarias de un libro con trazos hechos a mano por hombres absortos de hace milenios. Por fuera miré la tapa de la vasija, podría ser para guardar un libro o también para guardar una magdalena. Como si los libros fueran magdalenas , porque los libros nos hacen resucitar toda la vida perdida. Nunca he visto tal homenaje apasionado a los libros.
En la Puerta de Jaffa había una arpista vestida con una túnica blanca. Sonreía y parecía el hada de la música, regalaba el silencio más allá de los gritos y los clamores. Los sueños intermedios de los vivientes que pasaron, los pasillos secretos detrás de las palabras. Aquello que viene cuando dejamos de hablar llenos de razón.
En la iglesia del Santo Sepulcro la gente subía para ver lo que se supone que fue el Calvario. Otros hacían cola para visitar lo que creen que es la tumba de Jesús. Algunos tocaban una roca de mármol donde dicen que lavaron su cuerpo. Yo me fijé en un mosaico que había en el suelo, unos conejos corrían de una forma imparable, con una vitalidad que no pueden encerrar las doctrinas, que solo cabe en los poemas de Rilke. Era la vitalidad intacta del mundo recordada en el suelo.
En la plaza que hay delante de la iglesia vi en una esquina una pequeña torre con ventanas de arco. Tras las rejas unos visillos resguardaban una intimidad soñada. A la escalera que sube a ella le llaman la Escalera Incesante. Y los visillos me trajeron infinidad de intimidades apasionadas, de desvelos oscuros
En las calles laberínticas latían las tiendas de artesanías, el mercado de carne, los puestos de frutos secos. A un niño se le cayó una moneda al suelo sobado y se la recogí con presteza. En un puesto vi unas granadas que deseaban abrirse, mostrar sus miles de granos, dar el sabor de la acidez y de la intensidad. Me otorgaron el fragor de la vida, me trajeron tardes de verano sanguíneas en Galicia o en el Cáucaso.
Entré en el Monasterio Etíope, pasé por una complejidad de pasillos y escaleras, atravesé una terraza al lado de una cúpula que alumbraba la nave, descendí otras escaleras. En una pared una pintura representaba la llegada de la reina de Saba a Jerusalén para encontrarse con Salomón. Su comitiva venía con cuernos de marfil, con regalos en las manos de las damas, con vestiduras lujosas. Sentí que pronto se quitaría toda esa ropa pesada, los dos se tenderían desnudos sobre una cama, se harían realidad los versos apasionados del Cantar de los Cantares.
Llegué al Cenáculo, la sala gótica de los cruzados en cuyo emplazamiento la gente cree que fue la Ultima Cena. Me imaginé al maestro gozando con los discípulos, diciéndoles con sencillez las palabras decisivas, haciendo que lo mirasen intensamente porque se despedía, dando profundidad al pan y al vino. Disfruté con ellos de la cena, de la sensualidad profunda, de la riqueza del vino y las miradas. Viví con ellos la fiesta en la noche, el momento de la amistad apasionada.
En un capitel vi el pelícano que se da a cenar a sí mismo a sus hijos. Pensé en esa pasión que es darse a sí mismo, dar lo más hondo de sí mismo, dar las entrañas y los secretos alimenticios que uno guarda. Dar las entrañas para alimentar a los protegidos. Entrañas sin dogmas ni prejuicios.
Volví cerca del Santo Sepulcro, entré en la iglesia rusa de San Alejandro. Me fijé en los restos del Foro de Adriano, un arco bellísimo, unas columnas corintias llenas de vida. Adriano fue intolerante con los judíos pero amaba a su modo Jerusalén, quiso levantar allí obras de belleza espléndida como otras que hizo en Atenas o en Tívoli, levantó un templo a Afrodita. Yo amo a Adriano, escribí sobre él “La calma apasionada”, él amó la belleza y el sueño. Un capitel corintio me llenó de la pasión de Adriano más allá de los siglos.
Fui a la Tumba del Jardín, en Jerusalén Oriental, allí los anglicanos creen que está la verdadera tumba de Jesús. Porque allí había un monte, porque en el monte se dibujaba un cráneo y por eso le llamarían Golgota. Era un terreno de José de Arimatea. Miré un lagar y me imaginé los pies descalzos sobre las uvas, el chorrear del vino por el canalón, la gracia del vino bajando por la garganta.
Caminé un poco más al norte, visité el hotel American Colony. No era el hotel Rey David de los políticos y poderosos, era más bien el hotel de los artistas y escritores. Bajé a la bodega donde charlaban de noche los periodistas entre dos guerras. Me senté en el jardín y pedí una cerveza palestina Taybeh, que es toda una fiesta. En el jardín chorreaba una fuente densa y profusa, en ella se movían peces de colores. La fuente me trajo un arrebato, una multiplicación delicada, un sueño de molduras y de instantes.
En el Muro de las Lamentaciones me fijé en todos los papelitos que las personas ponen llenas de deseos, de confidencias rotas, de ilusiones desesperadas. Piden algo o quieren comunicarse con lo más hondo de la vida. Les parece que en ese muro que resistió miles de años sus deseos en papeles frágiles estarán protegidos. Pero vi como unos limpiadores recogen sin piedad todos los papelitos y los arrojan a cestos de la basura. Los deseos más hondos de la gente, los desahogos imposibles, las esperanzas sin fin, se convierten en nada y van a la basura. Esto me trajo las miles de desilusiones de mi vida, la infinidad de entusiasmos que finalmente no eran nada. Todo lo que he gritado y que nadie escuchaba.
Fui por el barrio Najlaot, detrás del mercado Mahane Yehudá con su festival de olores y sonidos y sabores, de frutos secos y humus y aceitunas afrodisíacas. Caminé entre sinagogas de juguete, estudios de artistas, placas que recuerdan a sabios o escritores, casitas con jardines de color malva. Vi una casa con la puerta violeta, con ventanas triangulares, con las plantas desbordándolas. Sentí que me asaltaba la magia de Hoffmann, que los llamadores iban a convertirse en serpientes con risas argentinas.
Fui hasta el molino de Montefiore, ese judío italiano que quiso dar un medio de vida a los judíos de Jerusalén haciendo que fabricasen harina. El negocio fracasó. Fue como Don Quijote, pero allí los molinos eran los buenos, fueron los molinos los que fracasaron como sueños. Pero allí al lado quedó un barrio de callecitas pavimentadas, de ventanas verdes, de puertas a las que hay que subir por escaleras en sombra. Llegué a la Colonia Alemana, llegué a un cine abandonado que me revivió todas las locuras del cine. Y desde allí se veía la ciudad vieja metida en sus murallas, y a cada minuto se volvía más lírica, se hacía respirable y profunda.
Salí por la Puerta de los Leones y subí al Monte de los Olivos. Allí Jesús dudó de todo, pensó que su Padre lo había abandonado, vio a sus amigos dormidos. Ya no estaban atentos como durante la cena. Sintió una soledad absoluta, pensó ¿qué estoy haciendo? Muchos hemos tenido esos momentos de angustia, de dudar de todo, de sentir que se ha caído todo alrededor de nosotros. Pero luego todo recomienza, la vida salta interminable, volvemos a coger aliento para enfrentarnos a todo. Y yo lo vi en aquel pozo entre las flores, que era como el agua de la vida. Y me fijé en los olivos atormentados contra el cielo, afirmando su vida apasionada delante del cielo, lanzando sus formas indomables como pinturas de Van Gogh. Y me vino toda la antigua obstinación, toda la obstinación de todos los días de mi vida.
Luego entré en el monasterio ruso de María Magdalena. Vi las cúpulas abullonadas, escenas de la vida de María Magdalena, salí por el jardín. Vi a una viejecita encorvada que hablaba sola o rezaba algo, se escapaba de la vigilancia y una monja venía a buscarla, se empeñaba en seguir viva y notar la impetuosidad de las flores. Me vino toda la fuerza de vivir con aquella viejecita graciosamente insensata. Me asomé al mirador y como una sombra vi la Cúpula de la Roca, la muralla milenaria, la Puerta Dorada que nunca se abrirá. Todo aquello era una leyenda a lo lejos, un cuento esplendoroso donde habían corrido todas las sangres
Leí alguna vez que San Francisco peregrinó a Jerusalén y yo siempre simpaticé con san Francisco, me encantó su hermandad con la naturaleza, su alianza con todo lo vivo, su soltar la locura de la vida. Busqué en la calle Saint Francis la iglesia franciscana de San Salvador . Entré en el complejo franciscano y la iglesia no se distinguía y no estaba abierta a esa hora. Me marché de allí y miré hacia atrás con ansia. Y entonces vi la torre azul entre los edificios, la fantasía neogótica, la percibí cono aquella iglesia del pueblo que recibía a Proust de mil maneras en el aire, igual que en las pinturas de su amigo Elstir. Y me vino eso, la fantasía de lo escondido, el entusiasmo de lo que no se ve fácilmente pero salta de lejos cuando no se espera. Igual que Jerusalén saltaba mejor desde lejos, entre los olivos, o desde una cafetería elevada, se mostraba más leve y confundida, menos cortada por dogmas y verdades absolutas, por actitudes irreconciliables. De lejos parecía un sueño en que se mezclaba todo a pesar de cuanto sabemos.