La sirena
Me prometía uno de los veranos más aburridos de mi existencia. Beatriz, la chica que salía conmigo, había roto unilateralmente nuestras relaciones dos semanas antes de empezar vacaciones. Habíamos quedado en La Oca, y me di cuenta de que lo único que podíamos compartir ya eran esas dos copas de gintónic.
─¿Y si lo dejamos por una temporada?
Contemplaba como el hielo se resquebrajaba chocando contra el cristal de las paredes, como un pequeño iceberg menguando por el calor, mientras ella desgranaba con voz monocorde las motivaciones que la forzaban a romper definitivamente nuestro idilio de seis meses y siete días exactamente.
─Es lo mejor para los dos. Yo no soy tu tipo. Tú buscas una clase de mujer perfecta que sólo existe en la mente de los hombres. Lo siento, pero estás absolutamente demodé.
─¿Demodé? ─repetí.
Y ahora estaba tumbado en aquella larga playa, gozando del dolce far niente absoluto bajo un sol radiante, todo el cuerpo sometido a su caricia desde la punta de los dedos de los pies a la punta de la nariz mientras el mar me arrullaba dulcemente con su rítmico oleaje.
Mi ruptura con Beatriz me había dejado un hueco más grande de lo esperado. Paseaba por la carretera de Sant Feliú a Palamós, la arteria de la población de Playa de Aro, y buscaba alguna chica con la que llenar ese hueco. La calle parecía un gran escaparate, una pasarela en la que se exhibían cuerpos casi perfectos que se paseaban arriba y abajo para ser centros de miradas que escaneaban. Las terrazas estaban atestadas de cuerpos masculinos y femeninos que lucían el bronceado adquirido por la mañana, y de los escaparates de las tiendas surgían toda clase de mensajes subliminales que incitaban al consumo. Estaba vitalmente flojo y me sentía cansado por cuatro brazadas escasas que había dado en el mar aquella mañana. Quizá me estaba haciendo mayor.
Me senté en la cafetería Llevant y pedí una copa de cerveza. La sed era considerable, como si el sol me hubiera secado por dentro, y la cerveza enseguida pasó del vaso a mi gaznate con su refrescante amargor. Me entretuve, como todos los que estaban en aquella terraza, en ver pasar a la gente y en poner una historia detrás de cada rostro que veía.
Y entonces apareció de entre la multitud que llenaba el paseo, una muchacha con luz propia, una perfecta armonía de curvas que cristalizaban en un rostro tan bello como altivo. La suya era una belleza hierática, de cariátide o escultura clásica de museo, y eso era precisamente lo que me fascinó. Iba sola, y eso era extraño tratándose de tan bella ensoñación. Se acercó a la terraza y tomó asiento en una mesa próxima a la que yo ocupaba. No me gusta mirar descaradamente a las mujeres, y menos si eran guapas, porque eso es precisamente lo que buscan. Con aquella lo hice por el rabillo del ojo, con disimulo. Pidió una naranjada y se limitó a mirar indolentemente a los paseantes, tal como estaba haciendo yo.
Encendí un rubio americano. Me costó lo suyo. El viento me apagó sucesivamente por dos veces las cerillas antes de que pudiera aproximarlas a la punta del pitillo. Ella permanecía sentada, sosteniendo con su mano pequeña y delgada el vaso medio vacío, y chupaba de vez en cuando la rodajita de limón que bailaba dentro del líquido anaranjado.
Era arriesgado observarla discretamente desde mi posición, aún así pude apreciar su piel extraordinariamente suave y de un exquisito color ambarino, sus grandes ojos almendrados, labios anchos, la barbilla pequeña y el cabello oscuro que le caía en cascada sobre los hombros desnudos. Llevaba un vestido ceñido de una sola pieza, corto, que dejaba descubiertos la espalda y los muslos que montaban el uno sobre el otro en un sensual cruzado de piernas. Si la especie femenina da de cuando en cuando obras de arte, ésta era una de ellas.
Permanecí un buen rato sentado en aquella terraza sin más actividad que ver pasar la gente delante de mis ojos ni más interés que el comprobar quién se sentaría en la silla vacía de la mesa que ocupaba la bella muchacha estática. Fumé la mitad de cigarrillos de mi paquete. No se sentó nadie, por difícil que resultara creerlo. Estaba sola y seguramente su belleza tenía la culpa. Permaneció en la terraza del Llevant casi una hora y luego se levantó dejando el importe justo de la consumición en la mesa, sobre la cuenta. Yo me levanté y la seguí con cierta excitación. La chica se detuvo ante una peletería y pareció extasiarse ante la visión de un costoso abrigo de piel de lobo que se exhibía en el escaparate sobre los hombros de una maniquí de madera más hierática que ella. La imaginé desnuda con ese abrigo encima, entreabierto. Luego la perdí entre la muchedumbre.
Somos fruto de la casualidad desde el segundo cero. Casual fue que, levantando los ojos del diario, la viera cruzar la playa y marchar decidida hacia el mar calmo que lamía la orilla con un susurro. Entre, al menos, diez mil bañistas que atestaban aquella playa buscando los rayos del sol, sólo el destino podía posibilitar que ella estuviera tan cerca y que yo me hubiera percatado de su presencia.
Me calé las gafas para observarla mejor. Llevaba un traje de baño de una sola pieza, negro, que deslizó hasta la cintura cuando sus pies pisaron las mansas aguas del Mediterráneo dejando al descubierto un busto grande y firme de una tonalidad más pálida que el resto del cuerpo. Tenía los pechos de las adolescentes, nada caídos, más cercanos a los omoplatos que al ombligo, redondos, suaves, juntos, de piel tersa y aterciopelada, punteados con un pezón sonrosado que los coronaba como una suave pincelada de color pastel.
Dudó unos instantes, dando pequeñas pataditas en el agua, antes de tomar una decisión y sumergirse como una sirena en el mar y emerger cuatro metros más allá con el cabello negro empapado adaptándose a su cráneo como un gorro de baño. Me supe perdido.
Entré en Tiffany’s porque no tenía sueño. La discoteca estaba atiborrada y los cuerpos seguían, con dificultad espacial, los ritmos impuestos por el pinchadiscos fanático de la música new age de Yuki Kajiura. Olía a playa, bronceador de coco, sal, perfumes franceses, tabaco rubio y ginebra diluida en combinados. Pedí un destornillador y dejé resbalar mi mirada por el escenario circular. No me sorprendió verla. El destino la cruzaba en mi camino. Y parecía sola, lo que resultaba difícilmente comprensible en ese ambiente promiscuo de muchachos y muchachas ansiosos por devorar la noche. La chica más bonita que se pueda uno imaginar y sola, me repetí. ¿Qué hacía? ¿Quién era?
La estuve observando. Me separaba de ella una distancia de diez metros. Estaba en la pista y se movía de forma lánguida, agitando los brazos de arriba a abajo, moviendo las caderas dentro de su ajustado vestido y tirando el cabello hacia atrás cada vez que un movimiento descontrolado lo abocaba sobre la frente. Algunos moscones se le acercaron, pero ella parecía deshacerse con facilidad de ellos con una sonrisa maravillosa. Apuré el destornillador y pedí otro. Comenzaba a preocuparme. La muchacha me obsesionaba y su don de la ubicuidad era inquietante. ¿Por qué estaba en todas partes? ¿Qué quería decir aquello? Aquella noche soñé que entraba en mi apartamento, desnuda, y nos amábamos hasta la extenuación.
Me había bañado un par de veces y secado durante tres horas al sol. Parecía un camaleón a punto de mudar de piel y hasta sentía mi vello rizarse bajo el sol de fuego que caía vertical. La novela A pleno sol de Patricia Highsmith, muy adecuada para el momento estival, que estaba leyendo permanecía medio enterrada en la arena bajo la hamaca. Dormité y soñé que hacía el amor con la bella y hierática desconocida. Desperté al cabo de poco tiempo con la sensación de ser mirado. Sentí su presencia a dos metros de distancia. Había extendido su toalla muy cerca de dónde yo estaba y su cuerpo largo y esbelto despedía un delicado perfume a carne tibia y sal que resultaba inconfundible. Se alzó, rehuyó mi mirada, cruzó por delante de mi hamaca, se aproximó a la orilla y se bajó hasta la cintura el bañador negro. Hizo lo de siempre: meter un pie en el agua y luego sumergir su cuerpo. Nadaba como una sirena, como si perteneciera al líquido elemento, y tras bucear un rato bajo el oleaje emergió diez metros mar adentro cabeceando entre las olas.
Quizá me estaba enamorando como un imbécil de un ser al que no conocía de nada, de una presencia casi etérea que llenaba de belleza mis pupilas y me estremecía por dentro. Podía estar experimentando el síndrome de Stendhal por una mujer bellísima. La perdí en el horizonte. Regresó después de una eternidad. Tuve envidia de las miles de gotitas de agua salada que recubrían su cuerpo y hacía que éste brillara.
¿Cómo abordarla? ¿Debía hacerlo y correr el riesgo de una decepción o seguir así hasta que el fin del verano me devolviera a las rutinarias clases de literatura? La había colocado en un pedestal. Temía que el contacto físico, el beso, la caricia, el abrazo amoroso diluyera esa imagen que tenía de ella. Quizá tenía una voz aguda y ridícula, fuera incapaz de mantener una conversación interesante o no supiera de las artes amatorias por su extrema juventud. Ese temor a topar con la realidad me impidió acercarme a ella cuando la descubrí caminando en shorts por el Paseo Marítimo de Playa de Aro, hacia el atardecer. Iba sorbiendo un polo de limón que entreabría su dulce boca y automáticamente tuve la imagen de mi lengua en su interior y mis labios devorando esa boca de labios carnosos. La volví a ver por la noche en la pista de Kamel poseída por un ritmo frenético de la música techno de Orbital y sólo los cuerpos de dos bailarines nos separaban.
Podía oírla respirar, o jadear por la intensidad de su baile al que se entregaba por completo. Intenté desvelar el misterio en sus grandes ojos verdes, pero su mirada no me dijo nada, como si no me hubiera vista, como si no hubiera reparado en que yo era el tipo de la playa, del paseo y de la discoteca Tiffany’s. No hacíamos otra cosa que cruzarnos constantemente.
Aquella noche ligué una chica. La llevé a mi apartamento para hacer el amor con ella. Cerré los ojos y pensé que era la bella desconocida cuando comencé a penetrarla. A la mañana ya no estaba.
El Mediterráneo estaba más tranquilo que ningún otro día. Cientos de cuerpos buscaban la caricia del sol mientras otros tantos se zambullían en el mar. Esperé pacientemente. No podía tardar, y, en efecto, pasó por delante de mi hamaca con sus andares de bailarina; movía con gracia sus caderas, con un balanceo suave, y sus piernas apenas se apoyaban en la arena para progresar. Me levanté movido por un impulso y la seguí.
Estaba a dos metros de ella cuando se enrolló el traje de baño a su cintura; luego juntó las palmas de las manos para darse impulso y lanzarse al mar. Se zambulló. Vi su cuerpo pisciforme zigzaguear bajo el agua transparente para reaparecer después diez metros mar adentro.
Me lancé tras ella. Superé el primer escalofrío de mi cuerpo al contacto con el agua gélida. Braceé enérgicamente. Ella era una formidable nadadora y cada vez era mayor la distancia entre su cabeza y la mía. Braceé aún con más energía. Ella se alejaba; luego se detuvo y yo nadé con ahínco, esperanzado, con la seguridad de que acabaría alcanzándola. No fue así. Cuando sólo tres metros nos separaban, ella comenzó a nadar de nuevo y la distancia entre ambos se multiplicó. Estaba furioso conmigo mismo, me poseía una rabia sorda, mientras braceaba golpeando con furia la superficie del mar y la línea de la costa se difuminaba. No la veía ahora entre la mar rizada. Había desaparecido de mi campo visual. Miré a mi alrededor y sólo vi agua, una inmensidad de agua, y la playa lejana a mis espaldas. Me había alejado de la costa más de lo prudente. Pero no me importaba. Lo único que ansiaba era alcanzarla. Me pareció distinguir sobre el suave oleaje un punto negro, lo que podía ser su cabeza herida por los rayos del sol, en la lejanía, y hacia allí me dirigí, cada vez con más dificultad y acusando el cansancio.
El punto negro no se movía y, a medida que yo avanzaba, tomaba la forma de la cabeza de la bella desconocida. A dos metros estaba segura de que era ella. Ya no huía sino que parecía esperarme con una sonrisa en los deliciosos labios, toda una provocación. Braceé cuanto pude y luego me detuve extenuado cuando casi podía tocarla alargando el brazo. Entonces abrí la boca para respirar, porque me faltaba el aire, y una bocanada de agua salada entró de repente en mi cuerpo. Tosí y vomité con violencia mientras hacía un gesto angustioso con el brazo a la joven desconocida reclamando su ayuda. Estaba extenuado, no conseguía mantenerme a flote, los brazos y las piernas me dolían, el cuerpo me pesaba y el corazón bombeaba la sangre a un ritmo cada vez más creciente que yo sentía replicando en mis sienes. Agité los dos brazos mientras seguía tragando agua y tosiendo. La sonrisa había desaparecido de los labios de la muchacha y su expresión se había vuelto adusta mientras se acercaba bogando sin esfuerzo. Manoteé desesperado sintiendo que me hundía. Nunca había sido un buen nadador. La chica pasó por delante de mí, como siempre lo había hecho, sin mirarme, ignorándome, se sumergió bajo el agua, emergió seis metros más allá y pronto desapareció en dirección a la playa.
Deje de ver su cabeza negra perdida en la lejanía; dejé de oír el chapoteo rítmico de sus pies en aquel Mediterráneo tan calmo, una balsa de oro bruñida por el sol, que se empeñaba en convertirse en mi tumba. No había aprendido la lección de Ulises a pesar de que aleccionaba a mis alumnos sobre la sabiduría que encierran los textos de Homero. Las sirenas son sueño y no existen más que en la cabeza de uno.