Sam Shepard: loco por el cine, loco por amor
Hay ciertos personajes de nuestra cultura que siempre se han resistido a la clasificación, eludiendo las etiquetas y escapando de cualquier intento por quedar reducidos a los adjetivos más simplistas. La muerte de Sam Shepard nos lega el misterio sobre su figura, tan conocida como esquiva.
Autor teatral de un prestigio raramente alcanzado (en los años 80 se aseguraba que sus obras se representaban más que las de Tenesse Williams), Shepard nunca se dejó deslumbrar por los oropeles y de un modo errático fue también poeta, músico, actor y director de dos películas (una de ellas condenada porque fue la última película que interpretó River Phoenix). Patti Smith decía de él que era imposible que estuviera demasiado tiempo en el mismo sitio. Repentinamente desaparecía, se adentraba en las carreteras y conducía, con la única compañía de una guitarra y un cuaderno donde liberar el desasosiego de su pensamiento, aparcado en las cunetas de la noche. Tal vez por eso, raramente tuvo un papel protagonista, algo insólito teniendo en cuenta su incontestable talento como actor (doblemente sabio, pues aunaba en él su condición de gran autor teatral, lo que conlleva profundos conocimientos sobre la interpretación), y esa mítica (por mucho que no la quisiera, era mítica al fin y al cabo) en la que siempre estuvo envuelto. Y no sería porque sus arranques en el cine no indicaran que podría llegar tan lejos como quisiera. Pero no quiso llegar muy lejos, y terminó por convertirse, para quien no fuera conocedor de sus muchas inquietudes como creador, en eso que tan injustamente se denomina como un “secundario de lujo” (injustamente porque, ¿acaso existe algún actor secundario que no lo sea?).
Su carta de presentación en la pantalla fue “Días del cielo” (Terence Malick) en 1978. Tan solo cuatro años, y dos películas después, forma parte del reparto de “Frances” (Graeme Clifford), donde conoce a la que sería su pareja durante tres décadas, Jessica Lange, quien con esta película (una nada complaciente mirada sobre Hollywood, basada en la vida de Frances Farmer) daba al traste con el empeño de hacer de ella otro mito erótico, y desde entonces se mantuvo alejada de cualquier atisbo de glamour gratuito. Pero Shepard parecía dirigirse directamente hacía el mismo lugar de donde ella trataba de huir. Con “Elegidos para la gloria” (Philip Kaufman, 1983) llega la nominación al Oscar como mejor actor secundario. Una estrella estaba emergiendo. Y entonces sucedió algo que lo cambió todo, y el nombre de Sam Shepard pasó a forma parte de lo mejor de la historia del cine, aunque no fuese como actor. Wim Wenders había leído su libro “Crónicas de motel”, y le preguntó a Shepard si podría extraer un guión de su propia obra, un montón de apuntes y poemas sueltos sin coherencia aparente alguna. De ahí surgió “Paris, Texas”, muchas de cuyas imágenes son ya pura iconografía. Y no importa el tiempo que pase. El monólogo final de Harry Dean Stanton, y su posterior diálogo con Nastassja Kinski, seguirá siendo tan sobrecogedor sin que importen las veces que uno lo oiga. Sublime y desgarrada, la retórica de Shepard había encontrado a un cineasta que supo trasladarla a la gran pantalla sin alterar ni una sola coma.
Tuvo que ser Robert Altman (siempre rodando lo que parecía que nadie se atrevería a rodar, o al menos no de esa manera) quien finalmente adaptase una de las obras de Shepard, “Fool for love”, una pieza ya clásica en el repertorio del teatro estadounidense, y que en los escenarios hizo que saltaran a la fama actores como Bruce Willis (de ahí paso directamente a “Luz de luna”), Ed Harris o Sam Rockwell. Pero era Altman, y Altman juega con sus propias reglas, así que le entregó el papel protagonista al propio Shepard. Y para el otro papel principal, eligió a una por entonces muy poco conocida Kim Bassinger, poco antes de que el desbordante talento como actriz que muestra en esta película fuese dinamitado por los mercachifles de turno rodando ese engendro llamado “Nueve semanas y media” (y que me disculpen los admiradores de esa farsa sobre el erotismo, pero Kim Bassinger jamás ha estado más bella que en la película de Altman). Pero por mucho que en su momento no supusiese un éxito en taquilla, o adquiriese las dimensiones de “Paris, Texas” es una película extraordinaria por momentos, cuyo recuerdo ayuda a que la tristeza de la pérdida no sea tan severa. La historia de este vaquero contemporáneo que persigue a una mujer que huye de él (aunque cada vez que la encuentra, parece que nada pueda separarla de él), pese a transitar al principio por el soberbio dominio del diálogo de Shepard en una mezcla de absurdo (idolatraba a Samuel Beckett), drama y comedia, acaba eclosionando en un relato mucho más perturbador y hermoso de lo que cualquiera pueda imaginar, un inesperado desenlace que desarma por su desafiante honestidad. Y Altman busca y encuentra el modo de hacer cine de un tema que recorre casi de forma obsesiva la obra de Sam Shepard. Porque sus personajes se abrazan a la locura por amor, sin importar el precio que haya que pagar para seguir amando incluso en donde no es posible amar. Si algo vale la pena hacerse, sólo vale la pena si lo hacemos por amor. Si en algún lugar se esconde la vida, sólo se llega a él volviéndose loco por amor.
El resto de su carrera no le deparó más oportunidades como esa. Pese a participar en títulos muy interesantes, ya estaba más en los territorios de la sombra que de la luz. Y él mismo se convirtió en alguien tan enigmático e imprevisible como cualquiera de sus personajes.
Lo peor no es que haya muerto un genio de la dramaturgia, o un fantástico actor, o un guionista excepcional.
Lo peor es que ha muerto un hombre con corazón.
Y eso es algo que ya no nos podemos permitir.
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