Un saco de canicas
Joseph Joffo nació en París en 1931, en el distrito XVIII. De origen judío, su familia se había trasladado a Francia tras huir de Rusia para evitar que el padre fuese reclutado por el ejército del Zar. A los catorce años obtuvo su único certificado de estudios, en la Escuela Municipal, y empezó a trabajar en el negocio familiar: una peluquería.
En 1971 Joseph Joffo se inició como escritor a raíz de un accidente de esquí que lo dejó inmovilizado por un tiempo. Fue entonces cuando se decidió a escribir sus recuerdos de infancia. Así nació su primer libro “Un saco de canicas”.
Unos recuerdos que transcurren en los años de ocupación nazi. Los judíos estaban obligados a identificarse con una estrella de cinco puntas de color amarillo cosida en la ropa. La madre cose las estrellas en los abrigos de los dos hermanos. Los protagonistas reciben el desprecio, verbal y físico por parte de sus compañeros de colegio.
Joseph Joffo nos relata los recuerdos infantiles de un viaje que empieza cuando su padre les explica, a él, de diez años y a su hermano, de doce, que deben huir:
“Yo soy judío. Mi padre dice que no sabe que significa, y eso que él lo sabe todo. Pero lleva toda la vida huyendo de esa palabra y desde que esta asquerosa guerra mundial ha llegado hasta aquí, ha tenido que volver a huir. Como siempre nos hemos dividido por parejas, mis dos hermanos mayores por un lado, mis padres por otro y yo junto a mí hermano Maurice.”
Huir del odio, del creciente antisemitismo con un único objetivo: llegar a la zona libre y seguir con vida, sin decir a nadie su origen judío. La historia se narra con la agilidad de un libro de aventuras, sin implicaciones emocionales, sin que podamos escuchar lo que sienten los protagonistas. Es un relato, en primera persona, de un viaje de la Francia ocupada a la Francia libre. Sin profundizar. A pesar del tipo de narración, al lector le es fácil conectar con el sufrimiento que enmarca el viaje, con la historia, porque la conoce y sabe lo que ocurrió.
Un sac de billes, era el nombre del libro original, escrito en francés que después de haber sido rechazado por cuatro editoriales y con la ayuda de su amigo, el escritor Claude Klotz, Jospeh Joffo consiguió publicar, en 1973, con Ediciones Jean-Claude Lattès. Fue tal el éxito del libro que en 1974, la Academia Francesa premió la obra; más tarde se han hecho adaptaciones teatrales, al cómic y, en 1975, se llevó al cine bajo la dirección de Jacques Doillon, con varios actores no profesionales.
Esta primera adaptación al cine no le gustó a Jospeh Joffo. Ahora, cuarenta y dos años más tarde, Christian Duguay propone una segunda adaptación en la que el mismo escritor ha contribuido con su ayuda a recrear la barbería de su padre que, al parecer se sigue manteniendo en el mismo lugar, y a detallar el Montmatre de su infancia, barrio en el que vivía. Se estrenará el próximo mes de septiembre.
Prólogo
Este libro no es obra de un historiador
A través de mis recuerdos de infancia he querido narrar mis aventuras durante los tiempos de la ocupación.
Han pasado treinta años. La memoria así como el recuerdo pueden metamorfosear algunos pequeños detalles. Pero lo esencial está ahí, con su autenticidad, su ternura, su gracia y la angustia vivida.
Para no herir susceptibilidades he cambiado muchos de los nombres de personas que aparecen en este relato. Un relato que narra la historia de dos niños en medio de un universo de crueldad, de absurdo, y también a veces, de ayuda inesperada.
I
La canica gira entre mis dedos en el fondo del bolsillo. Es mi preferida, nunca me seprao de ella. Y lo bueno es que es la más fea de todas, no se parece en nada a las de ágata, o a las grandes canicas metálicas que suelo mirar en el escaparate de la tienda del tío Ruben, en la esquina de la calle Ramey; es una canica de barro, con el barniz medio saltado. Por eso tiene asperezas en la superficie y dibujos, parece el planisferio de la clase en pequeño.
Me gusta mucho, es bonito tener la Tierra en el bolsillo, las montañas, los mares, todo bien guardado.
Soy un gigante y llevo encima todos los planetas.
-Bueno ¿tiras o qué?
Maurice está esperando, sentado en la acera frente a la charcutería. Siempre lleva los calcetines flojos, papá le llama acordeonista.
Entre las piernas tiene las cuatro canicas en un montoncito: tres formando un triangulo y la otra encima.
La abuela Epstein nos está mirando desde el umbral de la puerta. Es una anciana búlgara amojamada y encogida más de la cuenta. Por extraño que parezca ha conservado el color cobrizo que da al rostro el viento de las grandes estepas, y ahí, en el hueco de la puerta, sentada en su silla de anea, es un pedazo viviente de aquel mundo balcánico que el cielo gris de la puerta de Clignancourt no logra empañar.
Está ahí todos los días, y sonríe a los niños que vuelven del colegio.
Cuentan que huyó a pie a través de Europa, de pogrom en pogrom, hasta que vino a parar a este rincón del distrito XVIII, en el que se encontró con otros fugitivos del Este: rusos, rumanos, checos, compañeros de Trotsky, intelectuales, artesanos. Lleva aquí más de veinte años y los recuerdos sí han debido empañarse, aunque el color de la frente y las mejillas no hayan cambiado.
Se ríe al verme vacilante. Estruja con sus manos la sarga gastada de su delantal, tan negra como el mío; era el tiempo en que todos los colegiales iban vestidos de negro. Una infancia de luto rigurosa en 1941, resultaba premonitorio.
…”