Nicosia, la ciudad rota
Por Antonio Costa
Fotografía: Consuelo de Arco
Estábamos en la terraza del hotel Sky en Nicosia sur mirando como destacaban los monumentos que quedaron en Nicosia norte. La bandera turca se dibujaba con flores en lo alto de la montaña de modo prepotente. Pero los pájaros iban de una zona a otra alegremente sin saber de alambradas. Y tomábamos vino de Chipre mirando al cielo estrellado, por algo aquel hotel se llamaba Firmamento.
Pasamos a la zona norte y estuvimos en el Buyuk Han, el Caravasar, un rectángulo de con varios pisos de galerías góticas en el centro del cual se alegraba una fuente y se desplegaban terrazas de restaurantes. En las distintas galerías había tiendas de artesanías y de instrumentos musicales y un tipo tocaba un instrumento sutil en alguna esquina. Era un espacio pletórico que atravesaba las épocas y tuvo varios usos y perteneció a varios dueños. Pero en la Edad Media descansaban allí los comerciantes que llevaban mercancías desde Palestina hasta Grecia, o de desde Turquía hasta Venecia afrontando los mares. Y nos acordamos de las caravanas de camellos que traían a Europa las delicias de Oriente. Nicosia siempre fue un encrucijada y allí se mezclaban todos los estilos.
Y también en Nicosia Norte vivimos el entusiasmo gótico de la catedral de Santa Sofía (ahora mezquita Selimiye), donde brillaron los reyes Lusignan, que venían de las tierras de Francia ricas en vinos. Los turcos la convirtieron en mezquita y la despojaron de todas sus figuras, pero sus vuelos siguen asombrando. Al lado también aprovecharon la iglesia gótica de San Nicolás (ahora Bedesten) para hacer un centro cultural , pero se les escaparon algunas gárgolas imaginativas. Y cenábamos en el jardín del pequeño hotel Aksaray, donde nos alojábamos, con mesitas entre árboles en torno a un pozo, y luego yo me tomaba raki lentamente mientras se iban encendiendo las estrellas. Las estrellas que no sabían de fronteras ni de demarcaciones y que nos llenaban a todos. El hotel Aksaray estaba en el corazón del barrio antiguo, sus habitaciones un tanto destartaladas tenían encanto, y el viejo Alí , cuando no lo veía nadie más que yo, fumaba en secreto mientras ponía posturas de yoga y tal vez se iba por meditaciones místicas que tampoco conocen las fronteras entre las religiones.
Se conserva todo el perímetro de las murallas de Nicosia, pero la parte más vistosa estaba en la zona turca. E ibas caminando tranquilamente y de repente no podías seguir porque te encontrabas una alambrada altísima e interminable. Y si había soldados te ponían una cara muy adusta como diciendo que te alejaras de la alambrada. Solo se podía pasar a la otra zona por una puerta y entonces tenías que cambiar a otra moneda y escuchar otra lengua y prepararte para escuchar muecines en lugar de campanas. El arzobispo Makarios siempre se negó a que se hablara de dos Chipres, siempre quiso que fuera un solo país con varias culturas. Y los turcos en los años cincuenta tampoco querían que se fueran los ingleses, y preferían coexistir con los griegos antes que ser otro país. Y muchas veces se quiso intentar la reunión, pero ahora hay indudablemente dos ciudades (aunque puedan susurrarse dos personas de una frontera a otra, o escuchar uno como mea el otro al otro lado) y dos países y dos monedas.
Estábamos en el Caravasar de Nicosia al anochecer, yo tomaba raki con algo de picar, y evocábamos los camellos y los comerciantes que venían de todas partes. Más tarde, al anochecer, yo apoyaba la mejilla en la baranda y me dolía la cabeza de ver tanta hermosura.
Los monumentos más hermosos quedaron al norte, sin duda, pero al sur quedaron calles vibrantes, y plazas escondidas llenas de marcha nocturna , y el instituto donde dio clases Lawrence Durrell , y embrujo griego. Y en la parte griega íbamos al bar Platón a tomar vino griego mientras escuchábamos jazz, y andábamos por callejuelas evocadoras hasta la Puerta de Famagusta , y dábamos vueltas por las callejuelas acorraladas entre la muralla veneciana y la avenida. Y en el centro cultural Octana encontré un libro de mi padre (que escribía una especie de guías que se tradujeron a todos los idiomas) y pensé en él aunque nunca tuvimos buena relación, pero fui consciente de lo que teníamos en común aunque una alambrada nos separara durante nuestra vida. Y así pensé también que debería desaparecer esa alambrada asquerosa que impedía la comunicación las dos Nicosias , que dividía lo que se había mezclado durante siglos, que cortaba lo que formaba un tapiz con diversos colores. Y eso tal vez es el encanto de Nicosia, una ciudad contradictoria y paradójica y viva , a la que corta un cuchillo, pero que no puede evitar tener baños turcos en la parte griega y templos cristianos en la parte turca. Porque aquello a lo largo de los siglos fue un desenfreno y una condensación, griegos con turcos, europeos con asiáticos, franceses con turcos, el gótico con el bizantino, lo geométrico con lo figurativo, los caballos con los camellos.
Y siempre, tanto en el sur como en el norte de la ciudad, en nuestros paseos acabábamos volviendo a la avenida principal, la más vitalista y elegante (Ledra en la parte griega, Girne en la parte turca) que pugnaba por prolongarse hacia el otro lado pero se encontraba con el puesto de control y las casamatas y los uniformes y los impedimentos.