Yo no soy Madame Bovary, de Xiaogang Feng
Anda el prestigio del cine chino cayendo en picado por una cierta falta de sustancia. De las dos Chinas, o de las tres: Continental, Hong Kong y Taiwan. Wong Kar Wai parece incapaz de superar Esperando amar y Zang Yhimou se encuentra muy cómodo en el cine acrobático cuya épica repite una y otra vez como mera fórmula. Mientras Zang Yhimou se olvida de su cine de raigambre social con pátina poética, Jia Zhangkee le toma el relevo con Un toque de violencia y el taiwanés Hao Tsiao Tsien enferma de esteticismo en La asesina. Pero la cinematografía china corre el peligro, si no ha caído ya en ello, de ser un producto industrial exportable. Sin más. Tan exportable que acabe haciendo sombra al made in Hollywood si Donald Trump lo consiente.
Esteticismo vacuo encontrará el espectador en Yo no soy Madame Bovary de Xiaogang Feng (Daxing, 1958), una de esas películas que uno agradece para hacer una cura de sueño. La película de Xiaogang Feng es, además de insoportablemente larga, más de dos horas, irritante como una ópera china. A la manera de cuento de hadas con visos aleccionadores, un narrador explica la historia de la campesina Liu Xuelian (Fan Binbing) que se empeña en demandar a todas las instituciones habidas y por haber por una sentencia falsa de divorcio. Esa insignificante campesina, por un asunto muy simple, pondrá en cuestión toda la inmensa arquitectura burocrática china y en jaque a las autoridades, desde el juez al politburó de Pekín pasando por el alcalde, el jefe de barrio, de zona, de comarca, etc. Durante más de dos horas soporíferas, que ponen a prueba la paciencia del espectador, se repite la misma historia de la obsesa demandante, que dedica diez años de su vida a pleitos, adobada con alguna ramificación sentimental (la protagonista se lía con un antiguo compañero de escuela metido a cocinero del politburó, que acaba traicionándola) y lo único novedoso de la propuesta es la pretendida originalidad de los formatos utilizados (pantalla redonda, tipo catalejo en las secuencias rurales; cuadrada, en las urbanas; y, al final, panorámica, sin que haya justificación narrativa alguna para semejante modernidad).
El remate es el final, con moralina incluida (al parecer todo ese montaje alrededor del falso o no divorcio de la pareja está relacionado con la abolida ley del hijo único) y tiene uno la sensación de que ese cuento de hadas, con algún guiño humorístico que resbala a este espectador saturado, no es más que un panfleto aleccionador financiado por las autoridades chinas que entonan un mea culpa por estar tan distantes del ciudadano de a pie (esa campesina pesada que detiene con pancartas sus coches oficiales) y tan centrados en la gran política. Un desbarre en bonitos colorines, eso sí. Un enorme jarrón chino.