Sólo el fin del mundo, de Xavier Dolan
Si tiene uno en la cabeza la extraordinaria película anterior que surgió del ojo de este jovencísimo genio canadiense de 27 años y mente madura, la desoladora Mommy, puede que Sólo el fin del mundo, una muy buena película, tan buena como poco apreciada y que ha pasado desapercibida para el público y la crítica, le decepcione. Xavier Dolan (Montreal, 1989), tiene sobre sus espaldas una carrera meteórica cimentada en una serie de largos y otra de premios. El actor, director y productor inició su maratón creativo en el 2009 con Yo he matado a mi madre y desde entonces ya ha rodado siete filmes y acumula un sinfín de galardones, entre los más significativos una Palma de Oro y un Premio del Jurado en el festival de Cannes.
El fin del mundo es la muerte de uno. Todo gira alrededor nuestro. Si nos apagamos, el mundo no existe, porque somos nuestro único punto de vista. Así es que Xavier Dolan no oculta las cartas y su protagonista Luis (Gaspard Ulliel), un joven y talentoso escritor, que podría ser el trasunto del propio director, quiere despedirse de su variopinta y desestructurada familia, que no sabe nada de su estado de salud y a la que no ve desde una eternidad, nada menos que doce años de separación, pero le es difícil encontrar el momento preciso para comunicar la noticia de su muerte inminente.
Parte Xavier Dolan de una premisa que se parece a Mi vida sin mí de Isabel Coixet para radiografiar a una familia que se caracteriza por la inestabilidad emocional de todos sus miembros, especialmente la madre (Nathalie Baye), a la que se supone no recuperada de la pérdida de su marido, y el hermano Antoine, paradigma de tipo fracasado, envidioso y rencoroso interpretado por un Vincent Cassel, maestro de lo excesivo, una especie de Jack Nicholson francés, que hace insoportablemente irritante su personaje. Cree el protagonista de Sólo el fin del mundo, tras una serie de trifulcas familiares que se desarrollan durante una comida que tiene que ser familiar y resulta casi fratricida (la película casi transcurre en tiempo real), que logrará su cometido, que encontrará ese momento solemne para decir a los suyos que se va de este mundo, pero no ha lugar, porque los hermanos se despellejan unos a otros en continuas diatribas. La comprensión, casi telepática, la encuentra en su maltratada cuñada Catherine (Marion Cotillard), la única capaz de ver su interior sin cruzar una palabra, con solo miradas, y la veneración en su hermana Suzanne (Léa Seydoux), la más normal de los de su sangre, que a lo único que aspira es a liberarse de esa atmósfera familiar opresiva.
Una y otra vez Xavier Dolan vuelve al entorno familiar, leit motiv de su obra, a ese núcleo a veces incómodo e incomprensible que no elige uno al nacer pero que a fin de cuentas es el último refugio instintivo, pero al protagonista moribundo de Sólo el fin del mundo no le sirve, porque no consigue comunicarse con ninguno de sus miembros, desprenderse de esa angustia que lo atenaza. La imposibilidad de despedirse, podría haberse subtitulado el último film de Xavier Dolan.
Xavier Dolan rueda en Francia y con actores franceses, pero tiene uno la sensación de encontrarse en el frío Canadá a pesar del acento reconocible de todos sus personajes. Hace el director de Mommy un alarde de virtuosismo al hacer avanzar el film a través de una serie de diálogos encadenados, más algún breve flashback de la relación homosexual del protagonista con un chico vecino, servidumbre de su origen teatral. Con un rosario de diálogos, a menudo gritos de rabia y reproches hirientes, y una cámara inquieta, que se clava en el rostro de sus actores, hilvana con maestría este psicodrama potente y coral.
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