La doncella, de Park Chan-Wook
De cómo deslumbrar sin decir prácticamente nada, de cómo entretener a un público adulto con un reguero de bellísimas imágenes, erotismo de diseño sacado de una enciclopedia lésbica (viendo la película los varones desearíamos ser mujeres para disfrutar de tanto refinamiento erótico), humor negro, heredado de Quentin Tarantino, que roza lo grotesco, puede darnos clases el director coreano Park Chan-Wook (Seúl, 1963) que abandona su filmografía vengativa manga de Simpatía por Mr. Venganza, Oldboy y Lady Venganza para ofrecernos un relato mucho más clásico y ambicioso.
La doncella, que se presentó en el Festival de Sitges y en la sección Gran Angular del de Gijón, es un claro ejemplo de que más, muchas veces, es menos. El coreano Park Chan-Wook orquesta un suntuosísimo espectáculo visual a cuenta de la adaptación de un texto victoriano de la autora de bestsellers británica Sarah Waters, Falsa identidad, que traslada a la Corea ocupada por Japón de los años 30, así es que hay una cuidada puesta en escena y una fotografía impecable.
Hablada indistintamente en coreano y japonés, La doncella consume 144 minutos en sus tres partes, que constituyen otros tantos giros narrativos en donde nada ni nadie es lo que parece. Park Chan-Wook alarga la trama con diversas subtramas y saltos adelante y atrás sin importarle el exceso de metraje de la película, practicando el onanismo cinematográfico de quien se quiere mucho a sí mismo y no está dispuesto a ejercer la contención. El realizador de Oldboy juega con el porno light, el sentido del humor, el sadismo y la filigrana exquisita para cocer este gigantesco jarrón coreano que entretiene mientras se ve y se olvida pronto en cuanto estalla la pompa de jabón de su envoltorio.
Un erotómano bibliófilo; su exquisita sobrina que lee pasajes osados de los libros a un público distinguido; una ladronzuela que entra al servicio de la señorita y es la doncella del título; y un falso conde son los personajes sobre los que pivota una historia rocambolesca de impostores que el espectador no se replantea, sencillamente se deja llevar por ella atrapado por la seducción de las imágenes.
Park Chan-Wook cuenta con dos estupendas aliadas, además de la fotografía y la ambientación, las exquisitas actrices Kim-Min-Hee y Kim Tae-Ri, ama y criada respectivamente, que ejecutan una detallada coreografía lésbica para deleite de voyeurs que casi está a la altura de la francesa La vida de Adele. Poco más en esta costosísima superproducción que seduce visualmente, porque la fotografía de Chung Chung-Hoo es sencillamente apabullante, y entretiene pese a su desmesura que forma parte del estilo narrativo del realizador coreano.